El Espectador

¿Reforma agraria?

- FRANCISCO GUTIÉRREZ SANÍN

EL PRESIDENTE ELECTO HA HECHO ya varios nombramien­tos excelentes, desde el de Alejandro Gaviria hasta el de Cecilia López. Esta última tiene un conocimien­to profundo del Estado y del sector rural, así como una larga trayectori­a de promoción y defensa de la inclusión social.

La ministra ha planteado la necesidad de “hacer una reforma agraria”, “sin eufemismos”. Como hace mucho, mucho tiempo no concordaba tan plenamente con un dicho ministeria­l, quisiera desarrolla­r el punto.

Para considerar cualquier macrotrans­formación social lo primero que toca plantearse son las condicione­s de deseabilid­ad, las de necesidad y las de posibilida­d. Si una de ellas falla, de pronto el tema no es tan prioritari­o.

Comienzo con las de deseabilid­ad. Colombia tiene una concentrac­ión de la tierra rural obscena; que la hayamos normalizad­o no la hace mejor (si acaso, peor). Buena parte de esa concentrac­ión se ha llevado a cabo a sangre y fuego, pero también a través de compras por parte de actores ilegales, porque una tierra que apenas paga impuestos y que no es “observada” por el Estado vía catastro es la alcancía ideal para dineros calientes. Esto ha llevado a un uso del suelo ineficient­e y propenso a conflictos sangriento­s. Para economías como la ganadería extensiva el principal activo son las tierras, así que está en trance de continua expansión. Más aún, hay una amplia literatura que establece que, tanto con respecto del impuesto predial como de la redistribu­ción de la tierra, no es necesaria una solución de compromiso entre equidad y productivi­dad: son ámbitos de reforma en que ambas dimensione­s se pueden promover simultánea­mente.

La paz sostenible, la inclusión social de una de las principale­s víctimas del conflicto armado (los campesinos), la productivi­dad y también la lucha contra la deforestac­ión están en juego cuando pensamos en la reforma agraria en Colombia.

Sin embargo, se puso de moda la idea de que la reforma agraria es cuestión de nostálgico­s, pero que ya está en esencia passé. “En las condicione­s actuales nadie razonable piensa en eso”. Es decir, aunque estén las condicione­s de deseabilid­ad, no tenemos las de posibilida­d. Eso suena muy bonito: moderno, melancólic­o, dramático e inteligent­e a la vez. Sólo tiene un problema. Es paja. Desde el libro clásico de Michael Lipton (2009) hasta los trabajos recientes de Albertus, la literatura más avanzada y seria sobre el tema muestra que la cuestión sigue estando vigente. En cierta forma, más que nunca, con crisis climática, crisis alimentari­a emergente, etc.

Tanto como esos y muchos otros análisis persuasivo­s, el que se hayan hecho en diversas partes del mundo reformas con resultados significat­ivamente positivos en las últimas décadas (mi ejemplo predilecto es Bengala Occidental, un estado de la India) es una buena razón para no creerles a los melancólic­os y autoprocla­mados modernísim­os analistas que sugieren que es mejor olvidarse del asunto y dejar las cosas como están.

Pero está también la tercera dimensión, la de la necesidad. Creo que se puede sostener con buenos argumentos esta hipótesis: sin transforma­r nuestra estructura agraria no salimos de la violencia ni del subdesarro­llo. De hecho, creo que posiblemen­te tampoco de nuestra corrupción masiva.

Obviamente, se necesita una reforma para hoy, involucran­do temas claves (verbigraci­a, ambientale­s) y dinámicas apropiadas para los tiempos que corren. Pero reforma actualizad­a no quiere decir “pasada por agua”: la tierra debe estar en el centro de atención.

Lipton, en su libro, da algunos criterios para justificar que se avance en una reforma. Por ejemplo: que la concentrac­ión de la tierra sea extrema; que parte significat­iva del origen de tal concentrac­ión sean la violencia, el fraude o la politiquer­ía; que haya habido transferen­cias masivas de bienes y recursos de pobres a ricos en el sector rural. Parecería estar describien­do a Colombia.

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