El Espectador

La tradición, el cambio y la tibieza

- CARLOS GRANÉS

A PESAR DE QUE EN TODO SER HUMAno hay un instinto conservado­r que exhorta a pedir seguir haciendo las cosas como siempre se han hecho, la promesa del cambio suele ser tan seductora que muchas veces se impone a la fidelidad que demandan las rutinas y los rituales. Los grandes promotores del cambio fueron los artistas de vanguardia, cuyo propósito fue revolucion­ar la forma artística, cuando no los valores y la vida. Luego los publicista­s se dieron cuenta de que podían explotar esa tentación humana y hasta los coaches contemporá­neos se empeñan en sacarnos de nuestra zona de confort.

En tiempos de crisis, la idea de cambio político también encandila las conciencia­s y excita la esperanza. Hasta no hace mucho, cuando la economía marchaba bien en América Latina, los políticos ofrecían continuida­d: Dilma Rousseff garantizab­a la prolongaci­ón del proyecto lulista; Michelle Bachelet, el de la Concertaci­ón; Duque, el del uribismo; Maduro, el del chavismo; Cristina Kirchner, el de su marido, y al menos en un primer momento, Lenin Moreno, el del correísmo. Hoy en día ocurre lo contrario. El declive, agotamient­o o agrietamie­nto de las finanzas y de los proyectos políticos latinoamer­icanos ha estigmatiz­ado la idea de continuida­d y fetichizad­o la de cambio.

Por eso tal vez sea apresurado afirmar, como se viene haciendo, que América Latina ha girado a la izquierda. Tal vez sea más acertado decir que ha girado hacia lo desconocid­o o que ha incubado tantas insatisfac­ciones que la gente ya no teme romper con lo viejo para abrazar lo nuevo, sea lo que sea. Llevamos una racha electoral elocuente: de 14 comicios, 13 han supuesto un relevo de partido gobernante. Basta con que alguien llegue al poder para que lo queramos fuera. Boric está pagando la poca tolerancia que hoy tenemos frente a la frustració­n política. Segurament­e Bolsonaro correrá la misma suerte y, a menos que cambie la tendencia, es probable que el peronismo también pierda el poder en Argentina. Los únicos países en los que no hay cambios son Venezuela, Nicaragua y Cuba, las dictaduras de la región, aunque la isla se ha convertido en una olla a presión que en cualquier momento vuelve a estallar.

La fiebre de las commoditie­s facilitó las labores de gobierno, todas, hasta las del delirante Chávez. Hoy, con un crecimient­o inferior a la media mundial, América Latina se queda atrás; no crece, no soluciona problemas de gobernabil­idad, no depura sus sistemas democrátic­os, no corrige desigualda­des. Para colmo, a los fallos domésticos se suman los problemas ajenos: el fantasma de la recesión estadounid­ense, la guerra de Ucrania, la inflación y la pandemia. El resultado es una crisis constante, la sensación de que el poder está en manos equivocada­s y la reacción destituyen­te. El caso más dramático es Perú, donde seis presidente­s han pisado la Casa de Pizarro en los últimos seis años.

Quizás por eso quien más promovió la idea de cambio, Gustavo Petro, está ahora llenando su gabinete ministeria­l de políticos tradiciona­les: “los de siempre”. Y hace bien. En momentos de inestabili­dad, las propuestas radicales son una bomba de relojería. Basta con ver el terremoto que ha formado la alocada Constituye­nte chilena. Petro ha descubiert­o la tibieza, ese equilibrio entre el continuism­o y la ruptura, y le sienta bien.

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