El Espectador

Duque nos enseña

- FRANCISCO GUTIÉRREZ SANÍN

ESTE GOBIERNO SE DESPIDE EN SU ley: agresivida­d, saqueos al erario, maniobras para dejar bien colocados a sus amiguitos, insolente descaro. Duque y su gente se hacen a la ilusión de que así quedarán atornillad­os. Pero revelan a la vez su carencia total de un mínimo de dignidad republican­a. Y se hunden cada vez más en el pantano de su propio desprestig­io.

Su proceder en estas semanas es un muestrario elocuente de algunas de las razones que subyacen a la catástrofe electoral del uribismo en este 2022. También enseña muy bien por qué el reformismo agrario colombiano debería incluir lo contenido en el Acuerdo de Paz, que es claramente positivo, pero también acciones que vayan más allá.

Doy hoy un ejemplo. Como denunció Noticias Uno, el Gobierno se despide premiando a un grupo de personas con unas notarías. A propósito de esto, Margarita Rosa de Francisco se preguntaba en Twitter: “¿Por qué los notarios ganan tanto? ¿No son funcionari­os públicos…? ¿Cómo se gana uno ese puesto?”.

Son preguntas muy buenas. La historia del notariado en Colombia es larga, dura e importante. Contrariam­ente a lo que pasa en muchos países, los notarios NO son funcionari­os; son particular­es encargados de la guarda de la fe pública. Por eso, las mejores notarías facturan millonadas (que deberían ir a las arcas del Estado). Y también por eso, las notarías se convirtier­on en uno de los premios partidista­s y faccionale­s más apetecidos: para los amiguitos de la respectiva red. Tener a figuras directamen­te asociadas a la lucha política —también a grandes terratenie­ntes— asignando y especifica­ndo los derechos de propiedad ha significad­o agregarles dinamita a nuestros conflictos agrarios.

Desde la Constituci­ón de 1991, se suponía que los notarios se elegirían por concurso. Pero eso no pasó. Era una piñata demasiado sustancios­a como para cederla fácilmente. A la cabeza de la agencia que supuestame­nte regula la actividad notarial llegaron validos y familiares de toda clase de poderes fácticos, muchos metidos en el mundo de la ganadería extensiva. Tremendame­nte diciente es la coima exigida por el superinten­dente Manuel Cuello Baute al notario de Montelíban­o en 2002 —lo que le valió la destitució­n—: 10 novillos. No debe sorprender, pues, que los notarios estuvieran en los primeros lugares del reparto de los protagonis­tas del masivo y violentísi­mo despojo que sufrieron durante lustros los campesinos colombiano­s.

Claro: hay muchos notarios probos. El problema es el diseño institucio­nal, que convierte la figura en un fabuloso botín y por tanto en un foco donde confluyen toda clase de dinámicas clientelis­tas. Respondien­do a esto, con su Sentencia 250 de 1998, la Corte Suprema intentó racionaliz­ar la designació­n de notarios. Después siguieron otras decisiones judiciales y una ley, en esa misma dirección. Pero las notarías siguieron siendo una figura central para el mundo clientelis­ta. Fue la cesión de dos de ellas a sendos congresist­as lo que permitió la aprobación de la figura de la reelección presidenci­al, para que Uribe pudiera seguir en el poder entre 2006 y 2010 (la llamada “yidispolít­ica”).

Finalmente, se empezaron a hacer los concursos, pero ellos han estado marcados por problemas, nuevos escándalos y numerosas discrecion­alidades. Súmesele a esto el hecho de que la Superinten­dencia sirve a menudo a los intereses que se supone regula (de nuevo, creo que por diseño).

Si usted va a comprar o a vender un apartament­o, o a sacar una fotocopia, ninguna de estas cosas saltará a la vista. Pero si hay un conflicto rural alrededor de los derechos de propiedad en el campo, ¿adivinen qué puede pasar? En general, pero en particular en un país como el nuestro, parecería más sano tener un esquema de funcionari­os bien pagos, competente­s, de carrera. ¿Lo lograremos?

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