El lenguaje universal de la sonrisa
La exposición “Sonrisas de Etiopía”, producto del viaje de Christian Byfield a África, estará en Ocre Galería hasta el 5 de agosto.
¿Por qué empezar el viaje por el mundo en Etiopía?
Cuando me gradué del colegio, empecé a trabajar con una agencia de viajes que me pagaba con tiquetes aéreos. Yo quería hacer mi primer viaje solo a África, porque siempre sentí una conexión muy poderosa. Mis papás me dijeron que era muy peligroso y me fui para India, pero me quedó la idea de África y el siguiente año aterricé en Nairobi, donde conocí mucha gente y terminé haciendo un viaje con un profesor israelita que estaba en su año sabático y me dijo: “Usted conectaría mucho con Etiopía, ese es el origen del mundo, su vibra va mucho con ese lugar”. Entonces cuando empecé a pensar en mi vuelta al mundo decidí comenzar por Etiopía. Si tú te fijas, la ruta de mi vuelta al mundo es más o menos como la ruta en la que el humano fue poblando el mundo, entonces me gusta esa semejanza.
¿Y cómo llegó ese viaje?
A mí la pandemia me dio muy duro, porque estaba en la peor tusa de mi vida; quedé desempleado porque, al no poder viajar, perdí a todos mis patrocinadores. La cuarentena se acabó en agosto y ese diciembre un amigo me dijo: “Vámonos la próxima semana a Etiopía” y le respondí: “Hágale. Así empezó mi viaje, que duró 754 días; por eso mi libro se llama así, porque fue lo que me demoré en volver a Bogotá.
Y por eso la promesa de volver cada año a África...
Yo hablo mucho de mamá África. Mi abuelo era de Jamaica; entonces yo tengo sangre negra por ese lado. Se dice que hay personas que con África sienten una conexión especial y yo la siento. Con esta gente estuve tres semanas sin electricidad, sin celular, sin colchones, me bañé dos veces en tres semanas y estaba totalmente pleno, porque es volver a la esencia. Por las noches había una fogata, todos estábamos descalzos, cantando, bailando, comiendo comunalmente. Ese ambiente de naturaleza me fascina. He estado con los lémures en Madagascar, los gorilas de espalda plateada en Uganda, los tiburones toro en Mozambique, los rinocerontes en Botsuana y los elefantes en Burkina Faso. Para mí, África es el continente más espectacular del planeta y por eso le prometí volver todos los años.
¿Cómo fue ese proceso de inmersión en estas comunidades para construir la confianza que le permitió fotografiar su cotidianidad?
Es muy especial porque uno duerme y vive experiencias con ellos como el festival del salto del toro, en el cual para que un niño se convierta en adulto tiene que saltar diez toros, uno tras otro. Empiezan a tomar y a cantar y uno se logra contagiar 100 % de esa vibra. Era vivir plenamente la cotidianidad. Con todas las comunidades nos quedamos una o dos noches y uno comienza a entender a estas mujeres por qué se ponen barro y mantequilla en el pelo, por qué tienen los dientes tan limpios. Ese acercamiento hacía que fuera mucho más humano el contacto que yo simplemente con una cámara tomándoles fotos. Cuando uno llega se hace una donación a la comunidad, entonces la visita también contribuye positivamente a que ellos tengan ingresos, entonces por eso también son así de tranquilos con que uno se quede y conviva con ellos.
¿Por qué hacer de la sonrisa el epicentro de la exposición?
A mí me llaman el coleccionista de sonrisas, porque en mi primer viaje, como te conté, estaba muy triste. Yo llegué a Etiopía llorando, pensando que me había dañado la vida. Pero empecé a sonreírle a la gente y la gente me empezó a sonreír de vuelta. Entonces dije: “Voy a calcular qué porcentaje de gente me sonríe de vuelta”, y eso es lo que hago a cada país que voy llegando. La sonrisa es algo que nos conecta a todos. Yo hablo mucho de que todos los humanos sonreímos en el mismo idioma, independientemente de si uno está en Fiji, Australia, Suiza o Pakistán. Una sonrisa conecta independientemente del color, el estrato y la orientación sexual. Es como volver a las raíces. Necesitamos un recordatorio de esa esencia, porque nos estamos olvidando de eso.*