¿Animalismo colonialista?
LAS RELACIONES QUE SOSTENEMOS las personas con el resto de seres vivos no humanos están marcadas, como todo, por nuestra interpretación cultural del lugar que compartimos con ellos en este planeta, patente en los mitos de origen y en las narrativas de reinterpretación y ajustes del mismo, inevitables: el paraíso del Tigris no tiene nada que ver con la Sierra Nevada de Santa Marta. Son tan fuertes la legitimidad y la identidad que se construyen con esa noción de origen, a menudo hecha ley, que vivimos en perpetuo ejercicio de reinterpretación para poder sobrevivir. El problema es que no es fácil “descolonizarse”: es decir, cuestionar normas que vienen de un pasado distante y que no tienen ya ningún fundamento material. El colonialismo es producto de una disonancia cognitiva muy delicada, incluso autodestructiva, que aparece cuando una sociedad migra y ocupa un nuevo territorio, al cual busca imponer su lógica, en vez de ajustar el mito.
La incapacidad de reconocer el cambio de contexto hace que se busque imponer referentes éticos y estéticos desde los cubículos de concreto en que se vive hoy, donde se confunde la biodiversidad con la presencia de una matica de tomillo y alguna mascota diseñada genéticamente por alienígenas ancestrales. En ese relato, la comida y el resto de cosas necesarias para la vida llegan en formas muy elaboradas y extrañas, a tal punto que suscitan repulsión visceral cuando se constata que están basadas en un ciclo de destrucción y creación muy orgánico y material, en el cual para hacer arepas hay que moler maíz, que proviene de un cultivo que siempre, siempre, siempre proviene de un ecosistema silvestre intervenido, sustituido, modificado o reemplazado sin importar el ritual o la explicación simbólica que cobije el proceso, que ciertamente nos apasiona: más que el maíz o la arepa, lo que cuenta es el cuento.
Reemplazar ecosistemas silvestres por cultivos implica seleccionar las especies con las cuales estamos dispuestos a convivir, si no la exclusión directa de las que no, que morirán proporcionalmente con la pérdida de recursos que las sostienen, no de manera directa. Cada cultura inventa así su noción de naturaleza, por lo que en nuestra óptica urbana nadie quiere comerse a Bambi, porque, desterritorializados, no soportamos sangre en nuestras manos.
La pretensión de una bioeconomía en el país de la megadiversidad se diluye cuando cuestionamos, desde afuera, la ética y la estética de los consumos locales. Nos encontramos más racistas y fundamentalistas que nunca cuando censuramos que un pueblo de pescadores coma peces, que un pueblo recolector coma monos, que uno horticultor coma maíz, papa y cuyes, o que un pueblo de pastores beba leche, carde lana, use el cuero, coma queso y carne. En contraste, la materialidad ecológica nos dice que utilizar respetuosamente la vida que se sacrifica directa o indirectamente, sea ello planta, animal u hongo, siempre implica un profundo gesto de aprecio, gratitud y es fundamento de valores para la sostenibilidad. La ecología, por encima de la economía o las obsesiones ideológicas, promueve el cuidado de las demás especies, nunca justifica la muerte insensata ni el uso codicioso que invisibiliza o somete con condescendencia a otro ser vivo, que sabe sintiente, y nunca menosprecia la vida que entiende infinitamente intrincada, en contraposición a ciertos animalismos que confunden peras con manzanas, así las primeras vengan de California y las segundas de Chile, y las dos sean básicamente un subproducto del petróleo. Lo más curioso es que quienes lo hacen creen que contribuyen a vivir sabroso.