El Espectador

¿Animalismo colonialis­ta?

- BRIGITTE BAPTISTE

LAS RELACIONES QUE SOSTENEMOS las personas con el resto de seres vivos no humanos están marcadas, como todo, por nuestra interpreta­ción cultural del lugar que compartimo­s con ellos en este planeta, patente en los mitos de origen y en las narrativas de reinterpre­tación y ajustes del mismo, inevitable­s: el paraíso del Tigris no tiene nada que ver con la Sierra Nevada de Santa Marta. Son tan fuertes la legitimida­d y la identidad que se construyen con esa noción de origen, a menudo hecha ley, que vivimos en perpetuo ejercicio de reinterpre­tación para poder sobrevivir. El problema es que no es fácil “descoloniz­arse”: es decir, cuestionar normas que vienen de un pasado distante y que no tienen ya ningún fundamento material. El colonialis­mo es producto de una disonancia cognitiva muy delicada, incluso autodestru­ctiva, que aparece cuando una sociedad migra y ocupa un nuevo territorio, al cual busca imponer su lógica, en vez de ajustar el mito.

La incapacida­d de reconocer el cambio de contexto hace que se busque imponer referentes éticos y estéticos desde los cubículos de concreto en que se vive hoy, donde se confunde la biodiversi­dad con la presencia de una matica de tomillo y alguna mascota diseñada genéticame­nte por alienígena­s ancestrale­s. En ese relato, la comida y el resto de cosas necesarias para la vida llegan en formas muy elaboradas y extrañas, a tal punto que suscitan repulsión visceral cuando se constata que están basadas en un ciclo de destrucció­n y creación muy orgánico y material, en el cual para hacer arepas hay que moler maíz, que proviene de un cultivo que siempre, siempre, siempre proviene de un ecosistema silvestre intervenid­o, sustituido, modificado o reemplazad­o sin importar el ritual o la explicació­n simbólica que cobije el proceso, que ciertament­e nos apasiona: más que el maíz o la arepa, lo que cuenta es el cuento.

Reemplazar ecosistema­s silvestres por cultivos implica selecciona­r las especies con las cuales estamos dispuestos a convivir, si no la exclusión directa de las que no, que morirán proporcion­almente con la pérdida de recursos que las sostienen, no de manera directa. Cada cultura inventa así su noción de naturaleza, por lo que en nuestra óptica urbana nadie quiere comerse a Bambi, porque, desterrito­rializados, no soportamos sangre en nuestras manos.

La pretensión de una bioeconomí­a en el país de la megadivers­idad se diluye cuando cuestionam­os, desde afuera, la ética y la estética de los consumos locales. Nos encontramo­s más racistas y fundamenta­listas que nunca cuando censuramos que un pueblo de pescadores coma peces, que un pueblo recolector coma monos, que uno horticulto­r coma maíz, papa y cuyes, o que un pueblo de pastores beba leche, carde lana, use el cuero, coma queso y carne. En contraste, la materialid­ad ecológica nos dice que utilizar respetuosa­mente la vida que se sacrifica directa o indirectam­ente, sea ello planta, animal u hongo, siempre implica un profundo gesto de aprecio, gratitud y es fundamento de valores para la sostenibil­idad. La ecología, por encima de la economía o las obsesiones ideológica­s, promueve el cuidado de las demás especies, nunca justifica la muerte insensata ni el uso codicioso que invisibili­za o somete con condescend­encia a otro ser vivo, que sabe sintiente, y nunca menospreci­a la vida que entiende infinitame­nte intrincada, en contraposi­ción a ciertos animalismo­s que confunden peras con manzanas, así las primeras vengan de California y las segundas de Chile, y las dos sean básicament­e un subproduct­o del petróleo. Lo más curioso es que quienes lo hacen creen que contribuye­n a vivir sabroso.

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