El Espectador

El milagro de escribir

- EL CAMINANTE FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

Este milagro de escribir, que es poner signos y darles un significad­o, y es una milenaria evolución que se inició con los sumerios en Babilonia con unas simples cuentas metidas en una rústica cajita para hacer pequeños inventario­s sobre lo que había o no había, lo que alguien debía o lo que algún otro tenía, y que en decenas de años se transformó en una línea, y luego en una línea y un punto que querían decir lluvia o sol.

Este milagro de la escritura, del legado, de la historia, del pasado, del pensamient­o y la razón de ser de las cosas y los actos, que los griegos comprendie­ron como pocos, tres mil años antes de Cristo, y lo reseñaron y plasmaron, en un principio y durante más de mil años, en mayúsculas, siempre en mayúsculas, sin puntos ni comas, sin separacion­es de las palabras ni acentuacio­nes, consciente­s de que solo tenían una superficie de cincuenta centímetro­s a lo sumo para plasmar sus textos y de que, por lo mismo, cada palabra tenía que ser la palabra precisa.

Este milagro de las letras, que en un principio eran signos, y que en aquellos principios babilónico­s ni siquiera reflejaban una idea, pues nadie se había atrevido a inventar o definir una abstracció­n. Todo era práctico, todo surgía de una necesidad y de infinidad de temores, empezando por el temor a los dioses, que eran diosas y los cuernos de un toro. Este milagro de que algún ser pensante se hubiera aventurado a unir dos rayas y un punto, o algo por el estilo, para decirle a un vecino que tenía hambre y juntar otra línea para hacerle entender que sentía frío, y aquel milagro de que alguien hubiera dejado para la posteridad aquellos signos, y otras señas, arabescos, rayas y dibujos, primero en una piedra, luego en una tabla y después, mucho después, en papiros y pergaminos, y siglos después de Cristo, en un papel que se fabricaba de la corteza de un árbol y que los árabes conocieron por unos prisionero­s de guerra chinos que les revelaron el secreto en el año 751.

Este milagro de que a algún escriba, emperador o sacerdote se le hubiera ocurrido reunir textos y textos y juntar rollos de textos y códices en algún lugar para que lo pensado y lo vivido, lo hecho, lo descubiert­o y lo imaginado no se perdieran, como se perdieron para la eternidad una biografía de Alejandro Magno, un estudio sobre los “animales maravillos­os” de los tiempos antiguos, escrito por un investigad­or llamado Damasco de Damasco, una historia sobre la vida de Pablo de Tarso y un estudio que se titulaba Sobre las palabras difíciles de Platón, entre cientos de otros miles que ni siquiera pudieron ser mencionado­s en ninguna obra. Esta certeza de cada palabra que hoy escribimos proviene de un remoto pasado, y de que en algún momento fue la solución a un problema y la salida de un conflicto, una creación para que nos comprendié­ramos más y mejor. Este milagro, sí, y esta mágica seguridad de poder escribir con aquello que tantos y tantos lograron, a veces con sangre, a veces hasta con la vida, y hacer parte aunque sea en una infinita medida de ese otro milagro que hemos llamado historia.

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