Las ciclas
YA LOS CIUDADANOS DEL MUNDO —se supone que estamos incluidos— saben que la Tierra se nos quedó pequeña y que si no modificamos radicalmente los hábitos cotidianos, precipitaremos una calamidad planetaria que ya está enviando anticipos miedosos. La llovedera extrema —con sus derrumbes e inundaciones— es uno de ellos y no el único, pero parecemos no darnos por aludidos y confiar en que esos son asuntos que apenas afectan a los pobres de solemnidad. Que se bajen los ricos de esa nube.
Hace poco, unas quemas forestales en el Guaviare, para sembrarles pasto a las vacas, ennegrecieron el cielo bogotano y el de otras ciudades. Respiramos menos esos días y se nos enrojecieron los ojos. Ya pasada esa polución, los ojos de los bogotanos pudieron seguir siendo rosados.
Cinco años antes de que la alcaldesa López expresara su sentencia memorable de que “si no le gusta el pico y placa, venda su carro”, que me parece muy justa, yo ya había vendido el mío. Por pérdida de reflejos, lo confieso, pues más de una ocasión estuve cerca de atropellar a un ciclista atravesado de súbito, a escasos metros, sin luz roja y con traje oscuro, bajo la lluvia.
El proyecto de mermar la polución de los exhostos y la penuria de los trancones automovilísticos dio lugar a incentivar el uso de las bicicletas, artefacto noble y minimalista cuya carrocería es el propio ciclista. Algo de alto riesgo en un país en el que la desidia impide a muchos conductores mantener la distancia lateral de metro y medio respecto a quien va en cicla, y obvio que no frenar en seco ni estacionarse en plena vía. Esto último fue determinante en el choque que casi le cuesta la vida a Egan Bernal. Infortunadamente nuestro campeón ha educado sus reflejos en carreteras europeas, por lo que no debiera entrenar aquí.
Nuestros ciclistas urbanos son temerarios y pedalean con demasiada adrenalina y velocidad por las arterias congestionadas, desairando los semáforos, lo que es una amenaza para sí mismos. Pero cuando respetan las ciclorrutas, que se mimetizan con los andenes y son en doble vía, son una amenaza para la gente de a pie.
Qué paradoja: me hice transeúnte —me gusta esta palabra poetizada por Rogelio Echavarría antes de las bicicletas— para superar el miedo de inmolar bajo las ruedas a ciclistas atravesados y me topé con el pánico a sucumbir frente a estos en mi indefenso estatus de peatón. Complicado en Bogotá echar infantería, sobre todo para un adulto mayor. Porque el ciclista es silencioso y, confiando en la supuesta baja letalidad de su artefacto, cuando menos se piensa le zumba a uno al lado como un zancudo de tamaño heroico. Estamos hechos: los carros se les van encima a los ciclistas y estos se vengan echándoseles encima a los viandantes, dejándolos desbaratados.
Se hace urgente imponerles a los ciclistas que vayan por la derecha, para uno como peatón tener claras las reglas del juego. Pero además, que tengan timbre o corneta, farola delantera, luz roja trasera y chaleco fosforescente. Tampoco sobraría que les exigieran placa, les controlaran la velocidad y hasta que hubiera una policía de tránsito diferenciada para ellos.