El Espectador

La utopía siempre deja a alguien por fuera

- CARLOS GRANÉS

EN OCASIONES SE LE ENTIERRAN agujas a un muñeco. En otras, se le reza a una estampita o se frota la efigie de un dios o la reliquia de un santo. A veces se invocan conjuros o maldicione­s, o se desea algo con tanta fuerza que empiezan a verse indicios de su pronta materializ­ación en la realidad. Creemos en la magia, todos y en todos lados. Esa fantasía, la de poder alterar la realidad con un gesto o una oración, es un rasgo humano. Imaginamos, deseamos, fantaseamo­s y luego inventamos atajos milagrosos que zanjen la distancia entre la realidad y la utopía. Lo extraño, o lo que diferencia a los latinoamer­icanos de gentes de otros lugares, es que aquella inclinació­n también se manifiesta cuando redactamos las Constituci­ones que rigen nuestra vida pública.

Al menos desde 1891 José Martí advertía sobre ese riesgo. “Un decreto de Hamilton no detiene a un llanero”, decía, una frase que ha dado para miles de interpreta­ciones nacionalis­tas y antiextran­jeras. A mi modo de ver, sin embargo, lo que Martí quería decir era esto mismo: no por poner cosas bonitas en una Constituci­ón van a cambiar mágicament­e los hábitos de la gente ni se va a transforma­r la realidad. De poco sirve un conjuro más sobre el papel. Para que eso ocurra es necesario crear institucio­nes que materialic­en el deseo, que lo aterricen a la realidad y lo incorporen en los hábitos mentales y en las acciones de los ciudadanos; también, por supuesto, de estructura­s jurídicas que los garanticen. Pensar que basta con enumerar derechos para que estos aparezcan en la realidad supone caer en lo que Pablo de Lora, profesor de filosofía del derecho español, no por azar denomina “constituci­onalismo mágico”.

Esa costumbre de aprovechar una crisis social para refundar las naciones con nuevos textos constituci­onales no garantiza que la realidad cambie y mucho menos para bien. Prueba de ello es que Haití ha aprobado 22 Constituci­ones a lo largo de su vida republican­a sin que la pócima haya obrado el milagro. Chile, el país que en estos momentos delibera entre aprobar o rechazar un nuevo texto, también ha caído en la misma tentación. No sólo ha llenado con 110 artículos el capítulo de “Derechos fundamenta­les y garantías”, sino que ha generado todo menos consenso.

Las encuestas lo reflejan. Salga o no adelante, este esfuerzo refundacio­nal se ha descarrila­do. Los constituye­ntes, arrastrado­s por el adanismo y el sectarismo, eliminaron el Senado, transforma­ron el Poder Judicial en un “Sistema Nacional de Justicia”, dieron autonomía jurídica a las “naciones originaria­s” e hicieron mutar una república unitaria en un Estado plurinacio­nal, riesgosa decisión que invita a la fragmentac­ión de la ciudadanía y del territorio. Nada de esto respondía a la desafecció­n ciudadana ni enmendaba los vicios de la Constituci­ón pinochetis­ta. Recuerda, más bien, al intento alocado de Allende de convertir a Chile al socialismo con un 36,63 % de apoyo popular.

Ante el posible fracaso, el Gobierno ya habla de un plan B: empezar de cero. Ojalá lo hagan. Aun así, esta historia vuelve a revelar la dificultad latinoamer­icana para entender que un proyecto nacional no debe ser revanchist­a ni ideológico, sino una casa común donde quepamos todos. No lo vemos, nos empeñamos. La utopía siempre deja a alguien por fuera.

 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Colombia