La utopía siempre deja a alguien por fuera
EN OCASIONES SE LE ENTIERRAN agujas a un muñeco. En otras, se le reza a una estampita o se frota la efigie de un dios o la reliquia de un santo. A veces se invocan conjuros o maldiciones, o se desea algo con tanta fuerza que empiezan a verse indicios de su pronta materialización en la realidad. Creemos en la magia, todos y en todos lados. Esa fantasía, la de poder alterar la realidad con un gesto o una oración, es un rasgo humano. Imaginamos, deseamos, fantaseamos y luego inventamos atajos milagrosos que zanjen la distancia entre la realidad y la utopía. Lo extraño, o lo que diferencia a los latinoamericanos de gentes de otros lugares, es que aquella inclinación también se manifiesta cuando redactamos las Constituciones que rigen nuestra vida pública.
Al menos desde 1891 José Martí advertía sobre ese riesgo. “Un decreto de Hamilton no detiene a un llanero”, decía, una frase que ha dado para miles de interpretaciones nacionalistas y antiextranjeras. A mi modo de ver, sin embargo, lo que Martí quería decir era esto mismo: no por poner cosas bonitas en una Constitución van a cambiar mágicamente los hábitos de la gente ni se va a transformar la realidad. De poco sirve un conjuro más sobre el papel. Para que eso ocurra es necesario crear instituciones que materialicen el deseo, que lo aterricen a la realidad y lo incorporen en los hábitos mentales y en las acciones de los ciudadanos; también, por supuesto, de estructuras jurídicas que los garanticen. Pensar que basta con enumerar derechos para que estos aparezcan en la realidad supone caer en lo que Pablo de Lora, profesor de filosofía del derecho español, no por azar denomina “constitucionalismo mágico”.
Esa costumbre de aprovechar una crisis social para refundar las naciones con nuevos textos constitucionales no garantiza que la realidad cambie y mucho menos para bien. Prueba de ello es que Haití ha aprobado 22 Constituciones a lo largo de su vida republicana sin que la pócima haya obrado el milagro. Chile, el país que en estos momentos delibera entre aprobar o rechazar un nuevo texto, también ha caído en la misma tentación. No sólo ha llenado con 110 artículos el capítulo de “Derechos fundamentales y garantías”, sino que ha generado todo menos consenso.
Las encuestas lo reflejan. Salga o no adelante, este esfuerzo refundacional se ha descarrilado. Los constituyentes, arrastrados por el adanismo y el sectarismo, eliminaron el Senado, transformaron el Poder Judicial en un “Sistema Nacional de Justicia”, dieron autonomía jurídica a las “naciones originarias” e hicieron mutar una república unitaria en un Estado plurinacional, riesgosa decisión que invita a la fragmentación de la ciudadanía y del territorio. Nada de esto respondía a la desafección ciudadana ni enmendaba los vicios de la Constitución pinochetista. Recuerda, más bien, al intento alocado de Allende de convertir a Chile al socialismo con un 36,63 % de apoyo popular.
Ante el posible fracaso, el Gobierno ya habla de un plan B: empezar de cero. Ojalá lo hagan. Aun así, esta historia vuelve a revelar la dificultad latinoamericana para entender que un proyecto nacional no debe ser revanchista ni ideológico, sino una casa común donde quepamos todos. No lo vemos, nos empeñamos. La utopía siempre deja a alguien por fuera.