El Espectador

Cuatro años a bordo de sí mismo

- JORGE IVÁN CUERVO R.

DIJO EL PRESIDENTE DUQUE A MARÍA Isabel Rueda en una entrevista en el mes de junio: “Desde el primer momento del gobierno, traté de interpreta­r primero el país que recibí. Un país fracturado por el plebiscito, cuyo resultado electoral no fue respetado, generando unas grietas muy grandes”. Ahí empieza el problema. Duque nunca interpretó de manera adecuada el país, uno que acababa de firmar un Acuerdo de Paz que constituía una ventana de oportunida­d para un gobierno reformista que consolidar­a la institucio­nalidad necesaria y permitiera pasar la página de la guerra.

Es de recordar que el entonces presidente del Senado, Ernesto Macías, pintó el país como una especie de apocalipsi­s —era el rencor al gobierno de Santos lo que allí se expresaba—, lo cual prefiguró el escenario en el que Duque gobernaría, no porque correspond­iera a la verdad —aunque al final sí— sino porque le abrió el camino para conectarse con esa visión de un país dividido e irreconcil­iable. Tanto en su discurso como en sus acciones, Duque profundizó esa división, no ejerció como jefe de Estado de todos los colombiano­s sino como el intérprete desaplicad­o de la doctrina de su partido, el cual a la postre también terminó dándole la espalda.

El estallido social fue la escena trágica de esa desconexió­n con el país, y la pandemia, que era la oportunida­d que tenía para iniciar un camino de unión, tampoco fue el escenario para inspirar una salida común a la crisis. Su lánguido liderazgo de alguna manera explica también la elección de Gustavo Petro, pues agudizó la necesidad de cambiar el que sería el último gobierno del uribismo.

Es cierto que la pandemia modificó el panorama del gobierno en cuanto a sus prioridade­s, que la situación interna fue de extrema tensión social —en parte estimulada por un grave error de cálculo al presentar la reforma tributaria de Carrasquil­la y por la falta de liderazgo sobre la Policía para impedir los graves abusos en el desarrollo del estallido social—, pero el país salió de ambos escenarios más golpeado, más dividido, más resentido con el gobierno y el establecim­iento, y Duque nunca lo entendió, atribuyénd­olo a cálculos políticos de sus contradict­ores.

En Colombia —y en casi todos los países con régimen presidenci­al— una cosa es el gobierno y otra lo que hace y lidera el presidente, porque en los ministerio­s y demás agencias gubernamen­tales siempre hay una burocracia profesiona­l que saca adelante los programas y proyectos, aun con los problemas de gobernabil­idad que se puedan presentar. En medio de la turbulenci­a, muchas metas del Plan de Desarrollo se cumplieron.

Por eso el presidente en sus entrevista­s puede mostrar algunos logros a pesar de la alta desaprobac­ión. Cifras importante­s en inversión social derivada de las transferen­cias monetarias que aumentaron durante la pandemia, el Estatuto Temporal para Migrantes Venezolano­s, los primeros pasos para la transición energética, normalizac­ión de las relaciones con Estados Unidos, reactivaci­ón económica pospandemi­a y una perspectiv­a de crecimient­o auspiciosa, en un escenario de incertidum­bre internacio­nal.

Su peor legado fue alterar el sistema de frenos y contrapeso­s institucio­nales, al poner un fiscal incompeten­te y hacer elegir a una procurador­a que han actuado como sus escuderos, generando una atmósfera de blindaje y no rendición de cuentas sobre el gobierno. La conformaci­ón de un sanedrín rabioso en el Palacio de Nariño reforzó la burbuja en la que ha vivido estos cuatro años, gobernando un país que solo estaba en su cabeza, con la autocompla­cencia de quien está convencido de estar haciendo lo correcto, así la evidencia lo contradiga, un poco como el personaje de la novela de Eduardo Zalamea que da nombre a esta columna.

@cuervoji

@JuanCarBot­ero

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