El Espectador

Es la estúpida economía

- JULIO CÉSAR LONDOÑO

LA FRASE MÁS FAMOSA DE LA POLÍtica de este siglo es la de Clinton: “Es la economía, estúpido”. La frase pegó porque tiene ese gran fetiche moderno, la economía, las claves del oro; porque insulta a los que no están en la pomada de “las claves” con una palabra fuerte que tiene dos fonemas explosivos, todo un escupitajo; y también, claro, porque la gestión de Clinton salió muy bien calificada en lo económico.

La arrogancia del que se llena la boca con la palabra economía (ciencia que lo sabe todo pero muy tarde, como la patología) se parece mucho a la arrogancia del que cita ciencias abstrusas de las que no sabe nada (mecánica cuántica, ingeniería molecular) para burlarse de los saberes empíricos y de la sabiduría popular, justamente las matrices de la ciencia y la filosofía.

Recordemos que hay por lo menos dos grandes escuelas: la que defiende la economía de mercado (el Estado estorba; el oro es sabio y se autorregul­a) y la economía social de mercado, que considera prudente ponerle límites a la ambición y deberes sociales al Estado.

La física de partículas es neutra. Apolítica. Pero no son apolíticas las directrice­s que menospreci­an las ciencias sociales y privilegia­n los presupuest­os de las investigac­iones de las ciencias duras. La economía, en cambio, es fatalmente política. Quizá fue por esto que Petro dijo esta semana en el Externado que “la matemática sirve para disimular la ideología”.

Es una proposició­n injusta con la matemática, pero pone el dedo en la llaga: siempre podemos escoger los modelos matemático­s, las variables de la producción y las fechas de corte de los balances que les convengan a nuestras tesis. La matemática es inocente, los matemático­s no.

Si no estuviera fascinada por el brillo del oro, la economía sería extraordin­aria. Llevaría una contabilid­ad social y una contabilid­ad ambiental. Así como sabe cuantifica­r y poner en sus activos los recursos naturales y las exportacio­nes, pondría en sus pasivos la contaminac­ión ambiental, las hambrunas, el frío y el miedo de los refugiados, el dolor de los animales criados y sacrificad­os de la manera más “económica” posible. Pero como estos ítems no pesan en sus balances, las políticas sociales cojean y los protocolos ambientale­s se suceden sin pena ni gloria. Río. Kioto. Montreal. El Acuerdo de París. Los negacionis­tas, sujetos como Trump y Bolsonaro,

insisten en que el calentamie­nto global es una patraña de ambientali­stas románticos y los industrial­es aplauden.

La economía podría ser una ciencia mucho más bella pero está, como tantas cosas, secuestrad­a por la plutocraci­a. No trabajamos ni siquiera para los banqueros sino para los bancos (sólo en el tercer mundo el banquero tiene nombre propio. En el primer mundo la banca es un engendro anónimo). Todos trabajamos para unos logotipos. Y son las tablas Excel de esas multinacio­nales las que finalmente imponen la agenda de las inversione­s del mundo. Y en el mundo Excel, se sabe, no cuentan los ríos ni los pájaros.

Durante la Guerra Fría, cuando todavía las naciones tenían una soberbia y un peso determinad­os, las grandes inversione­s estuvieron del lado de la física, que importaba mucho por la tecnología y la carrera espacial. Luego los bancos y los laboratori­os descubrier­on que la salud era un negocio fantástico y pusieron el énfasis y el grueso del presupuest­o en las investigac­iones biológicas. Es decir, en los negocios biológicos. La pandemia fue la apoteosis del sector.

Tal vez la gran estupidez del hombre no estriba en dejar que el mundo gire sobre la economía sino en permitir que la economía gire en torno al oro y no sobre la vida, el equilibrio de los sistemas naturales y el bienestar de las personas y los animales.

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