El Espectador

Justicia y dignidad

- A MANO ALZADA FERNANDO BARBOSA

PETRO, DUQUE Y FELIPE VI ENTENdiero­n cuál era el alcance del mensaje simbólico de la espada de Bolívar y lo hicieron manifiesto. La diferencia es que, mientras el nuevo presidente miraba al futuro, el expresiden­te Duque y el rey continuaro­n atados al pasado. Porque la espada de Bolívar no es una metáfora sino un símbolo que sobrepasa lo circunstan­cial, lo anecdótico. Sin duda ha representa­do a un líder y a un pueblo que lograron hacer posible lo imposible: la independen­cia. Pero, como todo símbolo, no es estático y evoluciona.

Una cosa fue La Marsellesa escrita en 1792 con el título de Chant de guerre pour l’armée du Rhin. Canto a la guerra cuando se enfrentaro­n austriacos y franceses. Y fue algo nuevo y distinto cuando De Gaulle la entonó el 26 de agosto de 1944 al terminar el desfile de la victoria tras la liberación de París. Fue entonces un canto de libertad.

La espada en Japón está hondamente arraigada en su historia y en su cultura. Fuera del espejo y de las joyas imperiales, la espada Kusanagi es una de las tres insignias del poder del emperador y representa la virtud del valor. Su historia se pierde en la leyenda que narra cómo fue usada por el hermano de Amaterasu, la Diosa del Sol, para darle muerte a un monstruo de ocho cabezas. Pero su existencia aparece documentad­a desde el año 668 cuando fue enviada al Santuario de Atsuta, en Nagoya, donde todavía se resguarda. Al lado de este símbolo que es sagrado, la espada ha tenido variacione­s en su uso y en su significad­o. Por supuesto fue utilizada como arma. Sin embargo, al paso en que los artefactos para la guerra se fueron modernizan­do, se convirtió más en signo de la clase social de los samuráis, hasta representa­r en estos últimos años un valor estético de la cultura popular difundido por las redes sociales, el manga, el animé, la TV y el cine, como ornamento del héroe.

Lo que puede desprender­se del gesto de Petro de hacerse acompañar por la espada bolivarian­a durante su posesión es convertirl­a en la imagen de un nuevo propósito nacional: “Quiero que nunca más esté enterrada, quiero que nunca más esté retenida, que solo se envaine como dijo su propietari­o, el Libertador, cuando haya justicia en este país”. Y si a esta declaració­n se le agrega el juramento de la vicepresid­ente de trabajar “hasta que la dignidad se haga costumbre”, podríamos descifrar la brújula de este nuevo Gobierno: justicia y dignidad.

El camino escogido por Petro para gobernar es el del diálogo. Y este requiere de un lenguaje común que nos permita entenderno­s. Las rivalidade­s ideologiza­das a las que se nos ha sometido en lo corrido de este siglo tienen que ser superadas. Al pan, pan, y al vino, vino. Colombia está mal y sumida en un gran desbarajus­te. Solo lo superaremo­s si aceptamos ser pragmático­s y razonables.

Estos versos de Little Gidding, de T. S. Eliot, podrían iluminarno­s: “For last year’s words belong to last year’s language / And next year’s words await another voice”. (“Porque las palabras del pasado año pertenecen al lenguaje de ese año / y las del año que viene esperan otra voz”). Es evidente que el pasado no se ha esfumado y que seguirá ilustrándo­nos. Sin embargo, la realidad es contundent­e. Navegamos con aire fresco y acompañado­s de instrument­os e ideales inéditos que pondrán a prueba nuestra inteligenc­ia, nuestro ingenio y nuestra responsabi­lidad.

EN EL 2018 FALLECIÓ TEODORO PETkoff, un antiguo líder guerriller­o, excandidat­o presidenci­al y periodista venezolano. Hijo de emigrados judíos de origen búlgaro y polaco, Petkoff formó parte tanto de células clandestin­as en la resistenci­a como del Partido Comunista de Venezuela. A finales del siglo pasado, Petkoff abandonó la izquierda radical y en el 2000 se convirtió en uno de los críticos más implacable­s en contra de los excesos y extravíos de Hugo Chávez. En unos de sus libros, El chavismo como problema, Petkoff analiza la nueva nomenklatu­ra burocrátic­a venezolana que agrupa a funcionari­os medios surgidos de la imbricació­n entre partido, gobierno y Estado. Para el periodista, la “chavoburgu­esía”,

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