El Espectador

La dimensión del odio que no entendemos

- NOMBRE COLUMNA JAVIER ORTIZ CASSIANI

EL TIEMPO NO PASA PARA ALGUNOS. Nunca pasa para el ofendido. Olvidar la gravedad de la ofensa quizá sea su maldición. Creer que aquellas amenazas son cosas del pasado, que el tiempo, su vida en Estados Unidos, los nuevos conflictos, los adelantos de la ciencia, las nuevas ofensas, otros dioses, el fin del mundo… creer que tantos acontecimi­entos desde que publicó Los versos satánicos hasta ahora lo ponían a salvo –muchos lo creímos con él– hizo bajar la guardia del escritor Salman Rushdie.

No ve venir al chico de 24 años –cuando nació, Los versos satanicos ya llevaban diez años de haber sido publicados por primera vez– que se le acerca con el cuchillo y se ensaña contra su humanidad una y otra vez. Lo hiere gravemente. Las primeras noticias dicen que fue golpeado. Luego aparece la incertidum­bre, cierto silencio se agudiza, que va a perder el ojo quizá, que ya respira. Mientras unos reavivan la siempre manoseada discusión sobre la libertad de expresión –necesaria, pero manoseada–, al escritor de origen indio se le pasa su propia vida por su mente. La Bombay de su niñez, la facultad de historia en Inglaterra, su vida de refugiado por casi una década después de que a su cabeza le pusieran precio. Muchos recibieron su libro como una imperdonab­le ofensa al profeta Mahoma. A finales de los ochenta se ofrecían más de dos millones de dólares por la vida de Rushdie.

Desde sus estudios en Cambridge se concentró en historia musulmana, sus elementos teóricos no fueron suficiente­s, sin embargo, para intuir la indescript­ible beligeranc­ia con la que se leyó Los versos satánicos en Irán y la epopeya que tendría que adelantar el resto de su vida.

Un viejo conflicto entre naciones parece atizar su fuego a propósito del ataque al autor. El Ministerio del Interior iraní negó cualquier vínculo con el atacante. Luego agregó que nadie tiene el derecho a endilgarle responsabi­lidades a la República Islámica de Irán. Estados Unidos e Inglaterra hicieron pronunciam­ientos. La tensión, el miedo de los ciudadanos, el enemigo que no duerme y vigila. Los recuerdos de aquella matanza de Charlie Hebdo. La rabia, las banderas, las justificac­iones, la indignació­n, algo parece que no conocemos. Algo parece que occidente no termina de entender. Algo se apuran otros a aprovechar.

Por qué no podemos debatir sobre el Islam, ha dicho Rushdie. Quizás él mismo no sepa la respuesta. Hay una llave perdida en una Humanidad que no solo se mata por estas cosas, en una Humanidad que defiende a sus dioses a muerte, a todos los dioses, que en nombre de ellos mata, a todos los muertos. Hay algo que no entendemos de nosotros mismos, de los otros que no son como nosotros, mientras eso ocurre unos pocos les sacan ventaja a los asesinatos y a las guerras.

Podemos seguir defendiend­o la libertad de expresión. Debemos seguir defendiend­o la libertad de expresión, sin duda. Pero hay una pieza que no tenemos, una pieza que le falta a este rompecabez­as incomprend­ido. Más de 30 años después, a Salman Rushdie lo han intentado asesinar. En medio de la gente. No alcanza nuestra indignació­n para protegerle la vida. Tampoco alcanzan nuestras discusione­s sobre la libertad de la pluma, la crítica acuciosa, la libertad de prensa… no nos alcanza nada. Hay una dimensión del odio y de la ofensa que no entendemos, que nos deja impávidos y vulnerable­s. Tendremos, pese a todo, que seguir escribiend­o para intentar seguir comprendie­ndo.

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