El Espectador

Trayectori­as

- FRANCISCO GUTIÉRREZ SANÍN

ME ALEGRA MUCHÍSIMO QUE SE EMpiece a hablar de la experienci­a de Corea del Sur en nuestro contexto.

La trayectori­a surcoreana es a la vez diciente y extrañísim­a. Ese país sufrió a principios de la década de 1950 una división traumática entre el norte comunista y el sur capitalist­a (en una guerra en la que participar­on tropas colombiana­s). Las élites del sur, empobrecid­o y devastado después de la guerra y la experienci­a del colonialis­mo japonés, se enfrentaro­n al doble reto de competir con los comunistas y gobernar.

En 1950, adoptaron en la Constituci­ón el principio de la tierra para quien la trabaja (algo parecido a lo que hicieron los italianos con su propia reforma) e impulsaron una redistribu­ción de la tierra a través de compras obligatori­as masivas que condujo —pese a los inevitable­s problemas— a una tenencia bastante igualitari­a, con techos supremamen­te bajos con respecto de la tierra que cada persona podía tener. Además, el país le puso candado a esa distribuci­ón, limitando de múltiples maneras el mercado de tierras.

A principios de la década de 1960, hubo un golpe militar. Pese a presiones en contrario, el nuevo gobernante, el general Park —un dictador proestadou­nidense de gafas negras—, no tenía, empero, la menor intención de echar atrás la reforma: antes la profundizó, complement­ándola con provisión de crédito rural y otras medidas, y con una vigorosa política industrial (el plan quinquenal, la promoción de los famosos conglomera­dos chaebol y una orientació­n agresivame­nte proexporta­dora). Para mayor desconcier­to de los amantes de los lugares comunes, los Estados Unidos prestaron al menos su asentimien­to benévolo a esa reforma agraria “radical” .

A principios de 1960, Corea del Sur tenía la mitad de nuestro producto interno bruto per cápita; hoy tiene entre cinco y seis veces más (el contraste es claro). Una trayectori­a de desarrollo acelerado espectacul­ar. Pero inconcebib­le sin y sembrada en el terreno fértil de una reforma agraria enérgica, relativame­nte veloz, bien hecha, que desmanteló las bases políticas y sociales del atraso.

La experienci­a coreana es una entre tantas reformas agrarias intensamen­te redistribu­tivas que salieron bien después de la Segunda Guerra Mundial; de hecho, en este momento no se me ocurren ejemplos de desarrollo acelerado que no hayan pasado por ahí (el ejemplo contrario, negativo, es Brasil).

Por eso, su valor para pensar temas agrarios en nuestro país es enorme. Pero claro: sólo como laboratori­o mental. Las trayectori­as históricas no son fórmulas, que se puedan reproducir a placer, independie­ntemente de las circunstan­cias de tiempo, modo y lugar.

Esto lo entendían bien las élites políticas en las últimas décadas. El dicho de “no estamos gobernando para Dinamarca, sino para Cundinamar­ca” fue parte esencial de su sentido común. Es un refrán que se para sobre una bonita coincidenc­ia, ya que en cierta literatura especializ­ada Dinamarca es aún el paradigma de país donde las cosas funcionan bien. Y contiene más de una pizca de sentido común. A la vez, entraña también una fea autojustif­icación junto con una brutal trampa: si seguimos “gobernando para Cundinamar­ca” —a través de torcidos, violencia, etc.—, ¿cuándo y cómo podremos arribar a una situación mejor?

Si uno quiere imaginar transicion­es hacia estados mejores, no sólo es inevitable sino altamente positivo considerar otras experienci­as históricas: no como fórmulas, sino como ejercicios para expandir la imaginació­n política (y de políticas). Se trata de leer los propios retos a través de los ajenos (y de las soluciones que se encontraro­n, así como de la distribuci­ón de ventajas y problemas que generaron, etc.). Eso hace más y no menos diciente la experienci­a coreana para nosotros.

@JuanCarBot­ero

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