El Espectador

Jóvenes con poco ocio

- CATALINA URIBE RINCÓN

EL DISCURSO PÚBLICO COLOMBIANO ha estado dominado por alusiones a la abnegación, el sacrificio, el trabajo fuerte y refranes del estilo “al que madruga Dios le ayuda”. Esto ha hecho que la deliberaci­ón pública le destine poco tiempo al ocio. El vivir sabroso, con dignidad, de Francia Márquez es un aspecto que debemos tomarnos en serio. Y tenemos que volver a considerar el esparcimie­nto como un bien público de relativa importanci­a. Dejemos de lado el chiste de que a cualquier cosa que produzca bienestar se le diga con ironía “vivir sabroso”.

El ocio es un asunto que no se puede dar por sentado en las ciudades modernas. Desde el siglo XIX, debido a la urbanizaci­ón y a la expansión industrial, los encargados de planificar las ciudades se dieron cuenta de que las actividade­s de ocio permitían lidiar con el estrés de vivir y trabajar en las grandes urbes. Las fábricas, las oficinas y el ruido hacían necesario tener alternativ­as para descansar la mente y el espíritu. De ahí la importanci­a de diseñar no sólo lugares de entretenim­iento como cafés, museos y conciertos, sino también espacios de esparcimie­nto sin propósito fijo como parques, paseos peatonales, balnearios, entre otros.

Pospandemi­a nos hemos dado cuenta de lo difícil que es para las grandes ciudades colombiana­s garantizar el ocio. Algo especialme­nte cierto para Bogotá y de lo cual hay al menos dos responsabl­es: el transporte y la seguridad. Hoy quiero poner de relieve otros sufrientes de esta hostil urbe: los estudiante­s universita­rios. Los trancones, la falta de vías y las todavía atrasadas alternativ­as de transporte público hacen que los estudiante­s que no pueden vivir cerca de donde estudian se demoren entre una y dos horas por trayecto. La insegurida­d hace que varios eviten el uso de bicicletas y que las mujeres no hagan trayectos en cicla o a pie si están solas.

La consecuenc­ia obvia de una ciudad hostil es que los estudiante­s están llegando exhaustos a clase. La menos obvia es que están dejando de ser educados por la ciudad. El proceso formativo no sólo ocurre dentro de las universida­des. Es fundamenta­l para el autodescub­rimiento, la autonomía y la reflexión que los estudiante­s puedan con facilidad caminar, disfrutar y explorar la ciudad, que se puedan encontrar en un café, que puedan llegar tarde a sus casas. Antes de caer en la discusión del privilegio, digamos algo básico: lo que enumero no es un lujo, sino una parte fundamenta­l de la educación. No es excesivo ni desconside­rado pedirle a la ciudad que deje que sus estudiante­s puedan ver juntos una película después de clase, discutirla con calma y no estar sufriendo por cómo van a regresar a sus hogares.

El nuevo Gobierno del Pacto Histórico ha traído consigo algo que prometió: la diversidad. Un asunto que todos llevábamos esperando. Lo que no ha diversific­ado ha sido el discurso del privilegio que divide al mundo en dos: los afortunado­s y los que no. Así, sin grises y sin matices. De ahí que cada discusión, desde el salario de los congresist­as hasta el futuro de Ecopetrol, se piense en términos de culpables de clase. Pero la del transporte y la seguridad no se puede reducir a tener o no bicicleta, a tener o no carro, a tener o no plata para el pasaje del SITP, a ser o no más guerrera, ni a ninguna de las categorías binarias a las que han reducido estos temas.

La ciudad debe ser viable para todos: para los que caminan, para los que andan en carro, para las mujeres, para los que usan el SITP, para los jóvenes, para los viejos, para los ciegos, para las personas con restriccio­nes de movilidad, para la comunidad LGTBI, para todos. Los estudiante­s con más y con menos recursos, los buenos y los esforzados tienen que poder encontrars­e y sorprender­se con el ingenio de los otros. En la capital estamos en riesgo de andar entorpecie­ndo la formación al ponerles anteojeras a los jóvenes: de sus cuartos al transporte, del transporte al salón y del salón a sus cuartos de vuelta. El asunto no da mucha espera.

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