Jóvenes con poco ocio
EL DISCURSO PÚBLICO COLOMBIANO ha estado dominado por alusiones a la abnegación, el sacrificio, el trabajo fuerte y refranes del estilo “al que madruga Dios le ayuda”. Esto ha hecho que la deliberación pública le destine poco tiempo al ocio. El vivir sabroso, con dignidad, de Francia Márquez es un aspecto que debemos tomarnos en serio. Y tenemos que volver a considerar el esparcimiento como un bien público de relativa importancia. Dejemos de lado el chiste de que a cualquier cosa que produzca bienestar se le diga con ironía “vivir sabroso”.
El ocio es un asunto que no se puede dar por sentado en las ciudades modernas. Desde el siglo XIX, debido a la urbanización y a la expansión industrial, los encargados de planificar las ciudades se dieron cuenta de que las actividades de ocio permitían lidiar con el estrés de vivir y trabajar en las grandes urbes. Las fábricas, las oficinas y el ruido hacían necesario tener alternativas para descansar la mente y el espíritu. De ahí la importancia de diseñar no sólo lugares de entretenimiento como cafés, museos y conciertos, sino también espacios de esparcimiento sin propósito fijo como parques, paseos peatonales, balnearios, entre otros.
Pospandemia nos hemos dado cuenta de lo difícil que es para las grandes ciudades colombianas garantizar el ocio. Algo especialmente cierto para Bogotá y de lo cual hay al menos dos responsables: el transporte y la seguridad. Hoy quiero poner de relieve otros sufrientes de esta hostil urbe: los estudiantes universitarios. Los trancones, la falta de vías y las todavía atrasadas alternativas de transporte público hacen que los estudiantes que no pueden vivir cerca de donde estudian se demoren entre una y dos horas por trayecto. La inseguridad hace que varios eviten el uso de bicicletas y que las mujeres no hagan trayectos en cicla o a pie si están solas.
La consecuencia obvia de una ciudad hostil es que los estudiantes están llegando exhaustos a clase. La menos obvia es que están dejando de ser educados por la ciudad. El proceso formativo no sólo ocurre dentro de las universidades. Es fundamental para el autodescubrimiento, la autonomía y la reflexión que los estudiantes puedan con facilidad caminar, disfrutar y explorar la ciudad, que se puedan encontrar en un café, que puedan llegar tarde a sus casas. Antes de caer en la discusión del privilegio, digamos algo básico: lo que enumero no es un lujo, sino una parte fundamental de la educación. No es excesivo ni desconsiderado pedirle a la ciudad que deje que sus estudiantes puedan ver juntos una película después de clase, discutirla con calma y no estar sufriendo por cómo van a regresar a sus hogares.
El nuevo Gobierno del Pacto Histórico ha traído consigo algo que prometió: la diversidad. Un asunto que todos llevábamos esperando. Lo que no ha diversificado ha sido el discurso del privilegio que divide al mundo en dos: los afortunados y los que no. Así, sin grises y sin matices. De ahí que cada discusión, desde el salario de los congresistas hasta el futuro de Ecopetrol, se piense en términos de culpables de clase. Pero la del transporte y la seguridad no se puede reducir a tener o no bicicleta, a tener o no carro, a tener o no plata para el pasaje del SITP, a ser o no más guerrera, ni a ninguna de las categorías binarias a las que han reducido estos temas.
La ciudad debe ser viable para todos: para los que caminan, para los que andan en carro, para las mujeres, para los que usan el SITP, para los jóvenes, para los viejos, para los ciegos, para las personas con restricciones de movilidad, para la comunidad LGTBI, para todos. Los estudiantes con más y con menos recursos, los buenos y los esforzados tienen que poder encontrarse y sorprenderse con el ingenio de los otros. En la capital estamos en riesgo de andar entorpeciendo la formación al ponerles anteojeras a los jóvenes: de sus cuartos al transporte, del transporte al salón y del salón a sus cuartos de vuelta. El asunto no da mucha espera.