Bares bogotanos, vidas
LA BOGOTÁ DE FINES DE LOS AÑOS 70, la de mi educación sentimental, no tenía la tradición del bar europeo. Había bares en los hoteles. Estaba el Chispas Bar, en el Hotel Tequendama, pero era demasiado exclusivo. Mi juventud contestataria y rebelde jamás habría ido a un lugar así y tampoco habría podido pagarlo. Era y sigue siendo un típico bar internacional en pleno centro de Bogotá y por tener entrada desde el lobby siempre supuse que su verdadero objetivo no era la clientela criolla, sino los ejecutivos extranjeros. Antes había existido el Café Automático, en el Pasaje Santa Fe, donde atendía a diario el poeta León de Greiff con su tertulia y sus muchos aguardientes. La mayoría de los escritores colombianos pasaron por ahí. García Márquez, según cuenta Plinio Apuleyo Mendoza en una crónica, encendía los fósforos raspándolos con la suela del zapato y escuchaba de lejos, atentamente, a De Greiff. Del otro lado de la Jiménez los estudiantes del Rosario tenían el Café Pasaje, donde Álvaro Mutis pasaba a tomarse la última después de jugar billar toda la tarde, capando clase.
La entrada a la adolescencia puede coincidir con la entrada a un bar. Con esas noches frenéticas y el progresivo alejamiento de la casa familiar en dirección a la malvada ciudad. Cada vez más lejos y con mayor temeridad. Recuerdo una cervecería en la 93, El Fuerte, donde conocí esa extraña y aparatosa medida inglesa de la pinta; luego, los bares ligados a la música: La Teja Corrida, al frente de las Torres del Parque, donde los fines de semana tocaba El Son del Pueblo, con César Mora. La pasión era la salsa, el son cubano, el guaguancó, el montuno. Se consideraba música culta. Bailábamos, bebíamos cerveza y nos sentíamos libres. Y El Goce Pagano, al que fui durante toda mi adolescencia. “¿Vamos al Goce?”. Era la señal de algo mágico. Aprender de la música y soñar con esa vida que a mí me parecía huidiza. La salsa proliferó en Bogotá y poco a poco aparecieron otros lugares: Quiebracanto, en otra de esas casonas de la carrera 5ª, y Café y Libro, en la 34, pasada la avenida Caracas. Conquistábamos la ciudad yendo a sus bares, pero allá afuera, a la salida, Bogotá nos esperaba como un mäelstrom, un remolino oscuro dispuesto a devorarnos. Había otro barcito al lado de las Torres del Parque, El Boliche, con una rocola fenomenal en donde siempre ponían boleros.
Mi adolescencia transcurrió sobre un mapa de bares, salsotecas, cafés e incluso tiendas de barrio, esos lugares con tres mesas al lado del mostrador que vendían de todo, pues también eran minimercados: desde fruta al peso hasta aspirinas y por supuesto cerveza y aguardiente, e incluso algunos tragos un poco más sofisticados que en esos años nunca tomábamos, pues el presupuesto era escaso. Éramos jóvenes, el yo era colectivo. Uno le pertenecía a su grupo y ese grupo podía ser muchas cosas: “Somos los que adoran la Fania y Richie Ray y enloquecemos con la salsa y el guaguancó”. “Somos los que leen a Rimbaud y quisiéramos vivir en una ciudad cercana a El cuarteto de Alejandría”. Y claro: “Somos los que queremos algún día ser escritores pero esta ciudad parece negarse a nosotros”. Eso éramos, eso anhelábamos en una Bogotá muy antigua que hoy parece borrada por los vientos de la nueva urbe.