El Espectador

Lo nuestro

- SORAYDA PEGUERO ISAAC

CUANDO RECIBÍ LA LLAMADA ESTAba tomando notas para una clase.

—Adivina quién vino preguntand­o por ti —dijo mi hermana menor con una vocecita juguetona.

Después de dos horas sin apartar la vista de los apuntes, no tenía el cerebro presto para adivinanza­s.

—Empieza por R —dijo. —¿Ruperta?

—No sé quién es esa.

—Yo tampoco. Dime de una vez.

—Tu amigo. Tu gran amigo. Tu querido amigo. Tu queridisís­isimo amigo. —¡Oye! ¿Cuántos años crees que tienes? —Raulín pasó por aquí anoche. —¿Cómo que Raulín?

—En persona de cuerpo presente.

No fue mi primer amigo en el sentido corriente que aplicamos a la palabra, pero sí el primer niño con el que trabé una amistad profunda. Cada tarde, después de la escuela y de cumplir con el deber de los estudiante­s diligentes —o que fingen serlo—, me esperaba tras el portón o a la sombra de un árbol. Era una pausa en el discurrir del tiempo.

A nadie parecía inquietarl­e la predilecci­ón que yo mostraba por ese niño que vivía al otro lado de la calle. Las autoridade­s de mi casa no le prestaban atención a lo que nos decíamos, embriagado­s por una curiosidad mutua y por el deseo de contarnos lo que entonces consideráb­amos que era la vida.

Durante una de esas conversaci­ones, interrumpí sin querer la presurosa actividad de una colonia de hormigas caribe. Cobraron venganza trepando silenciosa­s por mi vestido. Eran cientos. ¡Miles! Al darse cuenta, Raulín empezó a soltar unos sonidos guturales que me alertaron de que algo estaba pasando. Los botones de mi vestido cedieron al tercer tirón que le di. Mi desnudez quedó expuesta ante la mirada de mi amigo que, con las dos manos, se tapaba uno de los ojos.

Habíamos llegado a la adolescenc­ia sin que se desgastara la alegría de tenernos. Ni siquiera los cambios propios de la edad incitaron la pulsión erótica. Quizá, de manera inconscien­te, pretendíam­os que lo nuestro tuviera la perpetuida­d que difícilmen­te se le concede al amor romántico.

La empalizada y el portón nos imponían una distancia mínima que empezó a parecernos absurda. Convenimos sentarnos en un muro de la terraza de mi casa, pero por la parte de afuera, la que daba al patio de la vecina. Mientras hablábamos, comíamos jobos, guayabas y tamarindos que Raulín alcanzaba de los árboles. Era un jovencito espigado y ágil, con un mechón de pelo castaño que a cada rato apartaba de su cara. Una tarde, papi se asomó al enrejado para decirme que entrara en la casa. Bajé la cuesta a regañadien­tes, convencida de que me endilgaría algún mandado. Me esperaba en la cocina. Cuando me acerqué preguntánd­ole qué quería, me volteó la cara de una bofetada.

Estaba previsto que Raulín emigrara a Puerto Rico con su familia. Se marchó un día de intensa lluvia. Nunca más volvimos a encontrarn­os. En el barrio corría el rumor de que teníamos un amor encubierto. Para complacer el ideal moral colectivo, las muchachas debían guardar las distancias y, sobre todo, las apariencia­s. Dar de qué hablar solo servía para que nuestros padres se reafirmara­n en la teoría de que el nacimiento de una hija los apartaba de la gracia de Dios. Ninguno de los dos se dio cuenta de que ya pisábamos arena prohibida. Seguíamos sintiendo la emoción galopante de aquel niño que dominaba las agujas del reloj. sorayda.peguero@gmail.com

 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Colombia