Un problema agrario
ANUNCIÓ EL PRESIDENTE EN EL TArra que se convocará una asamblea campesina para discutir el problema de los cultivos ilícitos en esa región. Excelente iniciativa.
Pero, se preguntará la lectora, ¿qué se podría conversar en una reunión de tal naturaleza? Varias cosas importantes. Una de ellas es que el Gobierno se ponga al día con los compromisos adquiridos en el marco del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS), que se han incumplido de manera sistemática y masiva. No se trata sólo de la furia destructiva de Duque con respecto del Acuerdo de Paz, sino de cuestiones básicas, que han mantenido a los campesinos en vilo, como la Ley de Alternatividad Penal, que sigue embolatada.
Otra es el establecimiento de una interfaz entre el Estado y los productores cocaleros, para que puedan conversar: una interfaz que a muchos les pareció una imprudencia terrible, pero que en realidad ambas partes necesitan construir y mantener.
Sin embargo, el tema más fundamental es que empecemos a entender la naturaleza del desafío que presentan tales cultivos a Colombia. Claro: como por definición ellos no pueden ser regulados por el Estado, tal regulación ha caído en manos de guerrillas, paramilitares, narcos, bandas, grupos herederos y todos los etcéteras que se quiera, con los horrores correspondientes. Esta realidad de bulto, sin embargo, no nos puede enceguecer frente a la otra cara de la moneda. Como economía campesina, el desempeño de la coca es impresionante. Me perdonarán que lo diga en estos términos, pero es que no hay muchos otros. Está articulada a una cadena productiva global. Puede operar bien en ausencia de carreteras, infraestructura, servicios y bienes públicos. En términos de acceso a la tierra está, al menos para estándares colombianos, razonablemente bien distribuida. Contrariamente a las economías legales (la ganadería extensiva, la palma, etc.), es un estupendo empleador. Como paga buenos salarios, esto afecta positivamente a otros empleos rurales. No hablemos ya de los efectos sobre el comercio local. Y si el mundo cocalero abriga dinámicas violentas, lo mismo se aplica a varias economías rurales legales.
Una campesina cocalera con una hectárea no se va a volver rica. Pero sí tiene alguna capacidad de ahorro. Esta es una variable vital para cualquier noción viable de desarrollo. Desde el Observatorio de Tierras recolectamos evidencia que sugiere fuertemente que, en contravía del lugar común, esos ahorros van sobre todo a educación para los hijos, tierra y activos como motos, neveras, etc. Por eso, varios sectores de los productores manuales han experimentado una vigorosa movilidad ascendente gracias a la coca.
Esto nos plantea unos interrogantes importantes: ¿la economía rural legal puede competir con esto? ¿Y si la respuesta es negativa o dubitativa, por qué no o tal vez?
Yo creo que es negativa y que la institucionalidad agraria actual está diseñada para que lo sea; reflexionaré sobre esto en próximas columnas. Si tengo razón, no basta con afirmar que hay que sustituir. Hay que plantear las condiciones para que esa sustitución funcione y para que la economía cocalera sea reemplazada por algo serio, sostenible, creíble. Esto implica ajustes serios, no marginales, de política, pero no parece imposible. Otra opción sería regular la producción cocalera, como ha sucedido en Bolivia, con lunares, pero en general con bastante éxito.
Ahora bien: es claro que ningún país puede convivir durante décadas con una economía ilegal enorme sin experimentar serias distorsiones. Además, los campesinos han pagado costos prohibitivos por estar en la ilegalidad: quieren hacer el tránsito. Mi punto es que este no es fácil ni evidente y que necesita de alternativas serias que permitan construir una economía campesina legal viable.