Hoteles con M
POCO SUPE YO DE HOTELES EN LA BOgotá de mi adolescencia. Sólo los que más sonaban, como el Bacatá o el elegante Tequendama, que aparece, con la desaparecida peluquería El Gran Gatsby, en un poema de Juan Luis Panero. Su Salón Rojo era lo máximo. Ahí vino una vez Gloria Gaynor a cantar su éxito I Will Survive. Parecía increíble que alguien tan famoso llegara a nuestra ciudad. ¿Qué se le habrá perdido por acá? La autoestima nacional no andaba muy alta por esos años. Luego, con las leyendas del narcotráfico, se diría que Carlos Lehder pensaba traer a los Rolling Stones a Pereira. Ver asociado el nombre de Mick Jagger con Pereira nos daba risa. Ese era el tamaño de nuestra desesperanza.
Mi Bogotá universitaria era más de moteles, claro. La Cita era muy famoso, saliendo hacia el norte por la séptima. Lo frecuentaba una querida amiga cuyo lema era: “Yo no pienso morir como el pirata, sentada en mi tesorito”. Fui algunas veces con parejas cuyo nombre no revelaré, pues los que sabemos no tienen memoria. Inolvidables
placeres. Qué libertad hacer el amor sin vigilar el reloj o la puerta (no se decía “tener sexo”, como hoy, porque no se traducía del inglés). Una aventura llena de peligros inesperados. Una noche, ya en la fase del cinematográfico cigarrillo, oímos un par de tiros al interior del motel. Como era de casetas adosadas, notamos carreras por las callejuelas internas y más disparos. Pensé que una bala podría atravesarme y herir a mi novia. Morir de una sola bala. Muy romántico. ¿Qué diablos pasaba ahí afuera? ¿Un marido celoso y sus guardaespaldas descubriendo in fraganti a la cónyuge? ¿Habría muertos? No recordé haber escuchado gritos. ¿Qué hacemos?, preguntó mi compañera de gozos y ahora de perplejidades. No sé bien, dije, y ella sugirió: ¡Salgamos! Imaginé la escena: los dos subiendo al carro de mi familia, la reanudación de los tiros. ¿Cómo iba a explicar que devolvía el Renault con perforaciones de bala? Al final oímos una sirena. Pregunté por el interfono y me dijeron que un ladrón en fuga se había entrado al motel y los perseguidores le corrieron detrás. ¿Está herido? No, lo agarraron vivo. ¿Y los tiros a quién le dieron?, insistí. “Pues eso, como tal, no se lo puedo confirmar”, dijo el encargado. Cualquiera de esas balas, en sus retorcidos rebotes, habría podido entrar a nuestro cuarto. Nada pasó y sólo quedó la historia, una más para esos habitáculos de paso.
Otro motel conocido era El Paracaídas, en la avenida El Dorado. En el frontis, un maniquí colgaba de un arnés, sobre el dibujo de un paracaídas, con la incomodidad (sobre todo telefónica) de estar justo bajo la línea de aterrizaje de los aviones. Aunque cumplía con lo indispensable: gorro de baño, jabón chiquito y mentas con las vueltas. Un día que iba para el aeropuerto casi no doy crédito a mis ojos. A la entrada del motel había una pancarta: “Semana de la gastronomía mexicana”. Hay algo en el humor que se expresa en los nombres de los negocios: la funeraria Modus Vivendi, en la desaparecida Hortúa, o el almacén de coronas mortuorias El Más Acá, del Cementerio Central. Pero en cuanto a nombres de moteles, considero insuperable El Broche de Oro, a las afueras de Buga, retando en franca lid, desde la carretera, a la basílica del Cristo Negro.
‘‘Qué
libertad hacer el amor sin vigilar el reloj o la puerta. Una aventura llena de peligros inesperados”.