El Espectador

El papa, crucificad­o

- LEOPOLDO VILLAR BORDA

NADIE ESTÁ EXENTO DE PROVOCAR reacciones negativas con sus acciones o palabras, aunque estas sean bien intenciona­das. Lo acaba de sufrir el papa Francisco.

La primera fue con motivo de su reciente peregrinac­ión al Canadá para pedir perdón a los indígenas de ese país por los abusos de la Iglesia católica contra los centenares de miles de niños de los pueblos originario­s que fueron arrebatado­s a sus familias y recluidos en internados donde fueron maltratado­s y muchos de ellos murieron o desapareci­eron. El papa se reunió con líderes de aquellas comunidade­s y les pidió perdón en nombre de los miembros de la Iglesia católica que cometieron esos atropellos. Fue una emotiva ceremonia que les arrancó lágrimas a muchos de los asistentes, pero también gestos de disgusto por lo que algunos considerar­on una expresión insuficien­te de remordimie­nto. Las palabras del papa no consiguier­on la reconcilia­ción que buscaba con los sobrevivie­ntes y descendien­tes de las víctimas.

El segundo episodio en el que el papa se metió a redentor y salió crucificad­o ocurrió hace pocos días con motivo de la guerra en Ucrania. Hablando ante una peregrinac­ión de monaguillo­s de Francia el día en que se cumplían seis meses de la invasión rusa, el papa deploró la muerte de inocentes en la guerra e incluyó entre ellos a Daria Dugina, la hija de Alexander Dugin, ideólogo ruso y amigo de Vladimir Putin, asesinada en cercanías de Moscú. Y ahí fue Troya.

El Gobierno de Volodimir Zelenski protestó ante el Vaticano, y el patriarca Kirill de Moscú, suprema autoridad de la Iglesia ortodoxa rusa, canceló su asistencia a una reunión en Kazajistán a la cual acudirá el papa Francisco y en la que estaba programado un encuentro de los dos jerarcas. Este iba a ser el segundo después del ocurrido en Cuba en 2016, que puso fin a un distanciam­iento de un milenio tras el Gran Cisma del cristianis­mo entre Oriente y Occidente.

De este modo, el efecto de las palabras del papa fue el contrario del que buscó. No solo reavivó la hostilidad ruso-ucraniana, sino que agrió las relaciones del Vaticano con la Iglesia ortodoxa rusa, que respalda al Gobierno de Moscú.

El asesinato de Dugina desató un alud de acusacione­s mutuas entre los dos países, pues Moscú acusó a los ucranianos de cometer el crimen y estos culparon a los servicios de inteligenc­ia rusos. Al expresarse, el papa solo consiguió añadir leña al fuego y aumentar el resentimie­nto de Kiev contra el Vaticano porque este no ha condenado abiertamen­te la invasión rusa. El papa ha mantenido una posición discreta, al parecer con el fin de no cerrar la puerta a un diálogo que podría ser propiciado por él mismo.

Esto confirma una trágica realidad que los colombiano­s conocemos bien. Hace mucho tiempo estamos viendo cómo es de difícil lograr la reconcilia­ción entre víctimas y victimario­s. No menores son las dificultad­es en otros lugares del mundo. No es algo que tenga nacionalid­ad ni color político. Está en la naturaleza humana, igual que el egoísmo, la envidia y el espíritu de contradicc­ión y de discordia, encarnados desde la Antigüedad en el mito bíblico de Caín y Abel.

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