Un antieditorial por la vida
LA MODERNIDAD SE HA DEJADO LLEVAR por sí misma. Somos una sociedad mucho más próspera y con más herramientas que antes, como bien lo señala Steven Pinker, profesor de la Universidad de Harvard, en su libro En defensa de la Ilustración. Si bien todavía hay problemas que son innegables y persistentes, lo cierto es que no nos ha ido mal. Esta generación, mi generación, ha sido heredera de avances de todo tipo que han permitido vivir en un mundo más cómodo.
Con esos nuevos halos de prosperidad, el ser humano ha ido cediendo en su humanidad. En un mundo donde el mercado nos ha ofrecido tantas opciones, la vida se ha vuelto una de ellas. Este mundo próspero y abierto ha derrapado en un materialismo inhumano donde todo tiene un precio o donde todo es disponible o desechable. Lastimosamente, la vida del humano ha caído en esa canasta de mercado.
En el marco de esta sociedad de influencers donde la vida se convierte en un bien transable, los jueces, de manera arbitraria y sin ningún sustento legal —ni humano—, han ido tratando como un derecho el acto de abortar. No existe hoy en un solo tratado de DD. HH. ni en la Constitución misma de Colombia el derecho al aborto. El derecho al aborto no existe por más pañuelo verde que se agite. Los tratados de DD. HH. más importantes contemplan el derecho a la vida como uno fundamental del cual emanan los demás derechos. Al revisar el contexto histórico en el que surgen estos tratados, es evidente que se dan luego de etapas crueles donde el ser humano pierde de vista su esencia, su humanidad, y decide proteger a futuro lo más valioso: la vida.
El aborto tiene más de delito que de derecho. La Convención Americana sobre DD. HH. defiende el derecho de la vida desde la concepción y la Carta Magna colombiana calificó el derecho a la vida de “inviolable”, no existiendo otra palabra más clara para designarle la intangibilidad al que es el primer y último derecho. Sin el derecho a la vida todos los demás derechos pierden sentido. No se trata de ir en contra de las mujeres, pues las mujeres también nacen y no deben ser impedidas de venir al mundo. Tampoco se trata de obligarlas a ser madres, pues para eso existen penas de cárcel a los violadores. Se trata de entender que no somos mercancía y que desde nuestra concepción tenemos un ADN que nos hace únicos, dignos y humanos.
Cierro agradeciéndole a El Espectador este espacio y celebrando su apertura a los diferentes puntos de vista. Así se construye un verdadero mundo plural y ojalá más humano.