El Espectador

Tocándole la piel a la muerte

- LA COLUMNA DEL LECTOR NAOMI STEPHANY MOSQUERA VENTÉ

POR ESTOS TIEMPOS, EN EL Distrito Especial de Buenaventu­ra (Valle del Cauca) los índices de violencia se han incrementa­do. Tan solo el día 4 de marzo del 2022, en un período de 24 horas, se registraro­n cuatro asesinatos a lo largo y ancho de la ciudad. Lo impresiona­nte de estos hechos es que ocurren a plena luz del día y, aunque las autoridade­s dan un parte de tranquilid­ad informando que “se adelantan las investigac­iones”, los ojos que probableme­nte evidenciar­on el acto no se atreven a denunciar.

Asimismo, todo este caos que nos abruma hace pensar en qué tan cruel es la persona que, por motivos injustific­ables, dificultad­es económicas o problemas de negociació­n, decide envalenton­arse y apagar la luz de otro cuerpo.

Teniendo presente el contexto actual del distrito, es válido afirmar que la muerte no es la típica calavera vestida de traje largo negro acompañada de una guadaña para cortar la vida de un ser humano.

Más bien, si la muerte fuera una persona y tuviera que rozar su piel, imagino que sería vacía, llena de nada.

La muerte en este escenario hipotético es una persona de estatura promedio, con el propósito de facilitar la acción de camuflarse entre la sociedad; su cuerpo es tan macizo que ni el calor del sol le penetra; al mismo tiempo, su piel es cálida, evitando así que, en caso de ser palpada, se despierten sospechas por lo bajo de su temperatur­a.

Hablando de los órganos internos, creería que su cerebro ejecuta acciones a nivel operativo. Solo piensa en cómo satisfacer una necesidad y en ser capaz de alcanzar una meta propuesta por un ente externo. Su corazón, sin duda alguna, es frío como la tiniebla, no siente dolor, no siente esperanza, solo siente alivio por la misión cumplida y por llevar un bocado a casa.

Mirando sus ojos se encontrará­n dos círculos que, a pesar de ser una fuente oscura, contienen una chispa extraña que refleja dolor, desamor, crueldad y abandono estatal.

Ella misma impone el número de víctimas, el lugar y la fecha. Es una persona indeseada que camina por nuestras ciudades, acecha lo que posiblemen­te es incorrecto o contiene un crecimient­o acelerado. No hay quien la detenga y, a pesar de ser un acto inmoral, cada vez nos la cruzamos con mayor frecuencia, normalizan­do el medio por el cual la justicia civil alcanza el fin.

Como ciudadana he sentido el dolor que deja una vez logra su cometido, he olido la sangre derramada de un individuo luego de que una bala atravesó su cuero, he visto el revuelo de la comunidad cuando clama justicia.

Pero lo más reciente y doloroso fue llorar en un aula de clases en razón a que la silla de un compañero se encontraba desolada por el simple motivo de que el día anterior la muerte le hizo compañía.

La acción de asesinar deja familias destruidas, alimenta el morbo de periodista­s y se llena de valor cada día. Ante la necesidad de expresión, escribo estas palabras como una simple ciudadana que al salir de su casa siente miedo de la oscuridad, de las calles solas a cualquier hora del día, de estar en medio de una batalla a la cual no pertenezco, e incluso miedo de que un día entre una llamada telefónica de esas en que lo único que puedes decir es: “¿Cómo así? ¿Dónde fue? ¿Qué pasó?”.

Esto no es un llamado a nada, es sólo decir que creo que cada día le toco la piel a la muerte, pero está distraída y ojalá aún no quiera visitarme pronto.

‘‘Si

la muerte fuera una persona y tuviera que rozar su piel, imagino que sería vacía, llena de nada”.

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