Los que humanizaron la invasión de América
Con la celebración de los 500 años del nacimiento de Juan de Castellanos (su apellido honra esta lengua), mencionada de modo magistral por nuestro William Ospina, no podemos menos que sorprendernos por la majestuosidad de un continente descubierto años antes de 1492, como todo parece indicar, por los vikingos, en sus viajes por las heladas islas del subcontinente norteamericano. Como poquísimos ejemplares humanos, entre esas vastas hordas de invasores y depredadores destacan dos hombres que vinieron con esa soldadesca que completó, a último momento, las tripulaciones en esos primeros viajes a un mundo desconocido y terrible, para su limitada y atrasada mente medieval: los soldados Bartolomé de las Casas y Juan de Castellanos. Ellos, unidos al casi autóctono Pedro Cieza de León (explorador del río La Vieja y sus contornos), constituyen los pocos casos de ilustración en medio de ese mar de codicia e ignorancia que caracterizó los primeros años de la invasión (mal llamada Conquista) de América por los españoles.
El caso de Bartolomé de las Casas es de una trascendencia poco apreciada, tanto en su tiempo como ahora, pues al ver los abusos ignominiosos de los invasores en contra de la población indígena prefirió optar por el camino religioso, haciéndose sacerdote, y ya en esa condición, enfrentándose no solo al rey sino a sus superiores eclesiásticos, aliados de aquel, denunciar a sus atrabiliarios connacionales ante la Corte y sus delegados, tal como puede leerse en innumerables documentos que reposan en el Archivo General de Indias, de Sevilla (España) y en otras partes. En el caso de Juan de Castellanos, ordenado también sacerdote en Cartagena de Indias, lugar de su primera misa en 1554, luego de 15 años de milicia y aventuras, su aporte a la naciente literatura del Nuevo Mundo (y de la Nueva Granada) es de una magnitud no apreciada, con la casi única excepción de William Ospina. Su obsesión con la época de la llamada Conquista española debería tener la importancia que se merece, ahora que estamos ante una realidad ineludible de vernos en el espejo retrospectivo de tantos atropellos, cometidos en cinco siglos de infamias que han fluido con fuerza inusitada (denunciados ahora por otro sacerdote, esta vez jesuita, en el Informe Final de la Comisión de la Verdad), como un raudal incontenible salido del vertedero de una gran represa hidroeléctrica, en la cual han estado en vilo las vidas de innumerables seres antes y después de su azarosa construcción.
Con toda razón se ha dicho: “El pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla”.
Manuel José Restrepo H.