Miguel Ángel y el laberinto sin paredes
LLEGA UN MOMENTO EN LA VIDA DE todo columnista en el que se ve obligado a salir del clóset y hablar de lo que de verdad le importa. No de la actualidad ni de la coyuntura política, mucho menos de la última bribonada del último bribón ni tampoco del acontecimiento cultural de turno, sino de eso, del vicio secreto que lo apasiona. Para un escritor como Fernando Savater ese entusiasmo secreto, en realidad no tanto porque lleva mucho tiempo escribiendo sobre ello, son los caballos, las carreras. Para otro como Antonio Caballero, la fuente de dicha fueron los toros y los diestros y los pases. Mi caso es muy distinto. Aunque unos y otros, toros y caballos, me impactan por su majestuosidad animal y por la pericia e insensatez de los humanos que los montan o enfrentan, el asunto en realidad me deja un tanto indiferente. Ni derbis ni corridas, lo que a mí me gusta es otra cosa, que también es una insensatez y una osadía, y por eso mismo una dicha: el squash.
En este deporte no hay una bestia inmensa y soberbia que domar, sino una pelotica minúscula y endemoniada, en apariencia inofensiva, que sólo los valientes se atreven a retar con apenas dos pulmones y una raqueta. Cada deporte tiene su espacio y su tiempo. En el squash el primero es reducido, apenas un cuarto estrecho y acristalado con un techo alto, y el segundo es trepidante y veloz, esa es su gracia. Lo que va a mil en este deporte no es tanto el cuerpo y el ritmo cardíaco, aunque también, sino la cabeza. Ajedrez físico, se le llamó alguna vez, y cuando se juega con maestría recuerda al jazz. Hay unas reglas muy bien pautadas y una técnica precisa, que sin embargo dan espacio al temperamento individual y a la improvisación genial.
Y sí, aquí se trata de pensar, de dar un golpe que desacomode al contrincante y lo fuerce a ceder el centro de la cancha, el lugar desde donde se controla el mundo. Todo consiste en hacer que el otro baile, en arrebatarle el ritmo del juego hasta que finalmente descuide un flanco, abra un carril por donde se le escurrirá la esquiva bola. En sus aparentes limitaciones está su magia. Si un tablero de ajedrez permite incursiones y hazañas prodigiosas, una cancha de squash se convierte en un laberinto sin paredes donde el jugador más habilidoso consigue encerrar a su contrincante. Lo hace ir justo adonde no hay salida, al punto muerto donde se estrella contra sus limitaciones físicas.
Todo esto viene a cuento porque en Colombia hay un portento que hace hazañas en este deporte, Miguel Ángel Rodríguez, un jugador que ya ha ganado el British Open, algo así como el Wimbledon del squash, y que hace unos días venció al número uno del mundo en un partido vibrante. En el squash hay jugadores correctos, que ganan por su precisión y constancia, y porque no ceden un milímetro mental ni físicamente. También hay otros, como Miguel Ángel, que tienen una imaginación chispeante que convierte toda rutina en una travesura impredecible. A veces toma riesgos que lo obligan a salvar situaciones imposibles. Se arroja al suelo, llega a bolas perdidas, es un Higuita haciendo escorpiones a lo loco: un espectáculo.
Ya tiene 36 años, una edad imposible para tanta explosión de adrenalina, y ahí sigue, como un roble, lanzando señuelos —hilos— que encierran entre muros de aire a sus rivales.