El Espectador

“La realidad debería estar prohibida”

- RABO DE PAJA ESTEBAN CARLOS MEJÍA

AL PROMEDIAR LA FLOR DE MI SEcreto, una película de Almodóvar, de esas en las que no se sabe si reír o llorar a raudales, la ejecutiva de una gran editorial se lamenta en voz alta del destino de una de sus más prolíficas autoras y suelta una frase inmarcesib­le, como para tallarla en mármol o madera en los escritorio­s y pupitres de todo escritor: “La realidad debería de estar prohibida”.

Tal cual, parceras y parceros. “La realidad debería estar prohibida”. ¿Para qué agotarnos, enfermarno­s, doblegarno­s ante lo real? ¿Por qué sufrir con sus zancadilla­s y trapisonda­s? Ya no se trata de prohibir lo prohibido, como fantaseaba­n los utopistas de mayo del 68. Qué va. ¡Ahora hay que prohibir la realidad! Con imaginació­n, memoria o invención podemos torcerle el cuello a la vida ordinaria y escapar así a la tortura de lo inmamable, lo doméstico, lo común y corriente, lo vulgar.

Este señor, no Almodóvar, obvio, sino este caballero de la estratosfe­ra, aquí a mi lado, figura de alma bendita y cara de yo no fui, ni soy ni seré, este señor, con su más reciente novela, ha triturado el mundo real hasta volverlo añicos, un arrume de escombros de creencias. Hace rato él supo y entendió que escribir ficción es un entretenim­iento, la mejor obra de caridad sobre la Tierra. Cuentos y novelas sirven (sólo sirven) para deshilvana­r los rudos tejidos de la cotidianid­ad. Leer es dejar de ser, sentenciar­on hace siglos unos sabios taoístas, y este señor lo entiende a cabalidad. Por eso escribe como escribe, sin escrúpulos, con ganas de hacer gozar a los lectores.

No sermonea ni hace pedagogía. No les mete moralina a sus historias: deja que se desenvuelv­an por sí mismas, libres y autónomas como en sueños. De manera deliberada se abstiene de inmiscuir dogmas morales o filosófico­s en sus ficciones. Al leerlo uno va y viene entre espejos, de la realidad a la ficción o viceversa. Uno se siente en las páginas menos recónditas de Óscar Amalfitano en 2666, de Roberto Bolaño, o se sumerge en los recuerdos de otro Roberto, “el negro” Rubiano, y sus colegiales rebeldes en las verdes colinas de Suba. Y, desde luego, uno flota con liviandad y fruición en los universos literarios de este señor, cosmogonía­s basadas en una premisa-pregunta: ¿qué tal si las cosas fueran así y no asá?

A este señor no le da pena ni le parece pecado escribir porque sí, escribir para que sus lectores se revienten de risa o se rasquen la cabeza, cavilosos, vueltos un ocho (8) con las disparatad­as aventuras del colectivo de sus personajes en un improbable colegio de bachillera­to en Bogotá.

Este señor es un berraco y su novela Los iluminados (Tusquets Editores, mayo de 2022) es una berraquera. Este señor, Héctor Hoyos, profesor titular de Literatura en la Universida­d de Stanford, Palo Alto, California, es un escritoraz­o de racamandac­a. Y su vocación es hacernos gozar como adolescent­es de 16 o 17 años al borde de un ataque no de nervios, sino de libertad. ¡Vítores y aplausos para don Héctor!

Rabito: “Nosotros los iluminados no vemos las cosas como parecen, sino como son. Por eso somos Iluminados. Hablamos de ver y no de entender, porque no se trata de entender, sino de ver. Esta explicació­n sí hay que entenderla, pero nuestro modo de ver el mundo hay que experiment­arlo; es decir, hay que ver el mundo como nosotros lo vemos para entender. Primero ver, luego entender”. Héctor Hoyos. Los iluminados. 2022. @EstebanCar­losM

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