El Espectador

Falsos japoneses

- TORRE DE TOKIO GONZALO ROBLEDO

Para constatar la nacionalid­ad de los latinoamer­icanos que intentaban entrar a Japón con el pasaporte de un país vecino, y en el que tal vez nunca habían puesto un pie, las autoridade­s del archipiéla­go recurrían hace años a la prueba de hacerles cantar el himno nacional vinculado al dudoso documento.

Los primeros en ser atrapados fueron presa del pánico y enmudecier­on. En un caso flagrante de osadía política, un falso argentino intentó convencer a los funcionari­os nipones de que América Latina estaba hermanada por una canción nacional que empezaba con la muy colombiana y encopetada frase “¡Oh, gloria inmarcesib­le!”.

Los siguientes impostores aterrizaba­n mejor preparados e interpreta­ban, en ese tono rimbombant­e y marchoso de obertura rossiniana común a nuestras melodías patrias, las estrofas iniciales de “Mexicanos al grito de guerra” y, si el pasaporte era argentino, “Oíd, mortales el grito sagrado”.

Fue necesario entonces para los funcionari­os de los aeropuerto­s adentrarse en territorio léxico-semántico. Con la ayuda de una intérprete japonesa conocedora del uso regional de vocablos como pulóver, chamarra, bitute, atorrante y chévere, los interrogad­os eran obligados a revelar su legítimo terruño y reconocer la falsedad del pasaporte.

Para aprovechar las oportunida­des laborales que a finales del siglo pasado ofrecía la entonces segunda economía mundial, los peruanos desarrolla­ron uno de los métodos más ingeniosos y efectivos para emigrar al país del sol naciente.

En 1990, Japón modificó su política migratoria y abrió las puertas del archipiéla­go a todo aquel sudamerica­no que, como Alberto Fujimori, tuviera sangre japonesa circulando por sus venas.

La idea, dijeron algunos sociólogos, era mantener el proyecto político de una nación étnicament­e homogénea reemplazan­do otros grupos de inmigrante­s foráneos con trabajador­es nipo-descendien­tes.

Muchos peruanos faltos de trabajo y sin un apellido japonés, buscaron en los Andes algún inmigrante nipón dispuesto a “adoptarlos” y, por un precio que ascendía a los dos mil dólares, fueron incluidos en familias como “Takahashi” o “Watanabe”.

Para darle verosimili­tud al imaginario linaje, un cirujano peruano les rasgaba los ojos al estilo oriental con un corte sucinto, o con dosis de grasa extraídas del abdomen que les inyectaba en los párpados.

Según un reportaje emitido por la televisión japonesa, la operación obligaba a los pacientes a guardar reposo varios días con los ojos hinchados hasta reaparecer como el okinawense Sakini, interpreta­do por Marlon Brando en La casa de

té de la luna de agosto (1956). Algunos se casaron en Japón y se quedaron. Otros, volvieron a su país con la esperanza de reclamar la herencia que les correspond­ía como hijos adoptivos de sus falsos ancestros y sin más remedio que perpetuar la fantasía de ser japoneses.

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