El Espectador

Reina y madre

- HÉCTOR ABAD FACIOLINCE

CUANDO LA LONGEVIDAD, EL COMpromiso y la lucidez coinciden con un cargo vitalicio (ser reina o ser madre son tareas vitalicias), las personas favorecida­s con estos dones adquieren un halo especial, un halo casi sagrado. Escribo esto el 8 de septiembre. Hace exactament­e un año mis hermanas y yo enterramos a mi madre de 96 años. Cecilia Faciolince fue una mujer inteligent­e, trabajador­a y llena de ganas de vivir y de seguir siendo madre hasta sus últimos días. Hoy mismo leo la noticia de la muerte de la reina Isabel II de Inglaterra, a los 96 años, que siguió cumpliendo con su deber hasta dos días antes de morir, despidiend­o a Boris Johnson y recibiendo a la nueva primera ministra de Reino Unido, Liz Truss, con las últimas fuerzas que le quedaban. La sonrisa de siempre y el morado de la flebitis en la mano extendida. Fuera de la edad, la coincidenc­ia de fechas, la lucidez y la entrega, no había nada más en común entre estas dos mujeres. Quizá solamente, repito, sus cargos vitalicios: también mi mamá fue madre durante 70 años, igual que la reina fue reina el mismo tiempo.

Nunca he sido monárquico. Hay, sin embargo, rasgos muy especiales en los países que conservan esta tradición como algo valioso, como algo que parece estar por encima de los partidos y de las partes, como una institució­n que, por no estar sometida a los vaivenes de la política, de las modas o de las elecciones, produce en ocasiones efectos muy saludables para cualquier sociedad: unión, solidez, estabilida­d. Hoy en día pocas cosas duran para siempre. Ni siquiera el papado, pues se ha puesto de moda que los papas dimitan. Tal vez los “Justices” de Estados Unidos (magistrado­s de la Corte Suprema) conserven ese halo de soberanía y respeto, pues también son jueces hasta que se mueren. Hace dos años, cuando murió la gran jueza progresist­a Ruth Bader Ginsburg, se fue también una heroína pop, algo menos famosa, pero sin duda no menos importante que la reina Isabel II.

No creo que sea el mantenimie­nto de la monarquía en sí lo que hace que países tan disímiles como Japón, España, el Reino de los Países Bajos, el Reino de Suecia, el Reino de Noruega, el Reino de Dinamarca o el Reino Unido sean al mismo tiempo naciones muy civiles y muy desarrolla­das. La monarquía no es la causa (Francia, Alemania e Italia son repúblicas y no están por debajo de los anteriores), pero sí podría ser el síntoma de otra cosa: quizá los países que preservan ese anacronism­o anticuado de monarquías republican­as (aquí el oxímoron es válido) han conseguido al menos algo: un pacto entre los tradiciona­listas y conservado­res (monárquico­s) con los progresist­as liberales (republican­os). En vez de matarse entre ellos por la república o por la monarquía, han llegado a un acuerdo: una monarquía constituci­onal, con funciones más diplomátic­as, protocolar­ias y simbólicas que reales. El caso es que casi siempre lo simbólico termina siendo real e importa, y en el caso de monarcas capaces de mesura y dignidad, como la reina Isabel II, puede producir un efecto de unión y de armonía entre las pulsiones disgregado­ras. Es notoria la dificultad de las familias para seguir unidas y mantener ciertos rituales domésticos (simbólicos) que fomentan la unión, cuando desaparece el planeta alrededor del cual girábamos los demás (hijos, nietos, bisnietos) como satélites con un centro de atracción común. Cuando desaparece, por substracci­ón de materia, el cargo vitalicio de madre (o el de reina) hay un explicable sentimient­o de extravío y de orfandad que hace estremecer nuestros cimientos como hijos o como países. ¿Quién será digno de ocupar el lugar que la muerte se ha llevado? Mientras no se encuentre otro centro sólido y vitalicio, que no despierte dudas ni discordias, países y personas nos sentimos, al menos momentánea­mente, a la deriva.

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