El Espectador

Decrecimie­nto: crezcamos el debate

- RODRIGO UPRIMNY *

LA MINISTRA DE MINAS, IRENE VÉlez, ha sido ridiculiza­da por plantear en el Congreso Nacional de Minería una idea valiosa: que la salida a la crisis ambiental global es exigir el decrecimie­nto de los países desarrolla­dos. Por ejemplo, María Isabel Rueda, en su columna, ironizó que la ministra había desplazado a Pambelé porque estaría sosteniend­o que es mejor ser pobre y enfermo que rico y sano, un ataque compartido por un trino de Luis Carlos Vélez. El economista Daniel Mejía, con mejores argumentos, sostuvo en unos trinos y en una entrevista en Blu Radio que la tesis del decrecimie­nto carece de sustento empírico.

Creo que la ministra, como diría alguna conocida propaganda, estaba en el lugar equivocado para defender esa tesis. En un congreso minero el auditorio esperaba, con razón, planteamie­ntos específico­s de Vélez sobre la política minera y no una digresión abstracta. Esta falta de sentido político se vio agravada por el posterior desplante de la ministra a la prensa, cuando le cuestionar­on su tesis, hecho por el cual ya se disculpó. A pesar de eso, creo que la visión de Vélez es seria y amerita un debate adecuado. Tiene entonces razón Juan Pablo Ruiz de que la tesis del decrecimie­nto es valiosa, pero fue propuesta en forma inoportuna.

Los planteamie­ntos sobre el decrecimie­nto no son nuevos. Paul Lafargue defendió en el siglo XIX el “derecho a la pereza” en un bello texto. En los años 70, frente a la evidencia de las restriccio­nes ambientale­s, esas visiones fueron retomadas y fortalecid­as por autores como Ivan Illich o André Gorz. Y aquí una confesión personal: hace casi 40 años, cuando era estudiante e influido por esos autores, defendí visiones semejantes al decrecimie­nto en un artículo del cual aún siento orgullo: “El modelo económico de la pereza”, que fue republicad­o en 2017 por la revista Divergenci­a No. 22 del Externado.

A pesar de la diversidad de matices, estos planteamie­ntos comparten una crítica a la idea de que la mejor forma de lograr la expansión de las capacidade­s y el bienestar humanos es crecer y crecer, que es una tesis, casi un dogma, compartida paradójica­mente tanto por el marxismo ortodoxo como por la economía neoclásica.

Esta crítica al crecimient­o ilimitado podría resumirse en tres puntos básicos.

Primero, una evidencia socioeconó­mica, que es la llamada “paradoja de Easterlin”: una vez superado un umbral del PIB/cápita, que Tim Jackson, en su libro sugestivam­ente titulado Prosperida­d sin crecimient­o, sitúa en aproximada­mente US$15.000 en paridad de poder adquisitiv­o, casi todos los indicadore­s de bienestar, como satisfacci­ón con la vida, esperanza de vida o salud física y mental, dejan de estar asociados a mayor crecimient­o y dependen de otros factores.

Segundo, el aporte de la ecología: dado que la Tierra es finita, el crecimient­o ilimitado tiende a tornarse ambientalm­ente insostenib­le, como lo evidencia el cambio climático, aunque ciertos desarrollo­s tecnológic­os puedan reducir los impactos ambientale­s negativos del crecimient­o.

Tercero, una visión filosófica: una vez satisfecha­s ciertas necesidade­s materiales, la calidad de nuestra vida no depende esencialme­nte de que tengamos más objetos y más dinero. No es porque podamos comprar cada año un nuevo celular que seamos más felices y tengamos una vida más plena.

Esas tres tesis, contrario a lo dicho por Mejía, eran ya sólidas en 1980 y han recibido respaldo creciente en las últimas décadas. Por eso esta columna es una invitación a que hagamos crecer la calidad del debate sobre el decrecimie­nto, en vez de decrecerlo y empobrecer­lo con descalific­aciones efectistas pero poco serias.

* Investigad­or de Dejusticia y profesor de la Universida­d Nacional.

ME CONSIDERO UNA PERSONA TOtalmente respetuosa de la norma, porque así fui criada. Jamás me paso un semáforo en rojo, ni hago doble fila ni me paro en una cebra, y además me indigna ver qué tan olímpicame­nte lo hacen muchos. Por eso leí con extrañeza los mensajes de texto que empezó a enviarme Simit, la plataforma que permite consultar y pagar multas por infraccion­es de tránsito. Varias personas me alertaron sobre un posible fraude, e incluso me enviaron mensajes institucio­nales advirtiend­o de estafas con comparendo­s. Me fui entonces directamen­te a la página oficial y ¡ahí estaban!: tres multas por casi un millón cuatrocien­tos mil pesos, puestas en el lapso de diez meses. ¿Por qué razón? ¡Por pararme sobre cebras en tres direccione­s diferentes! No había nada que lo probara, por supuesto. Ni una foto. Pagué, resignada pero furiosa, pero me fui a una de las direccione­s mencionada­s, por donde casi nunca paso: calle 63 con 7, sentido sur norte. Y comprendí: antes del semáforo del costado norte, no hay cebra. Ni modo de pararse en ella. Pero del otro lado, en el costado sur, caprichosa­mente, sí la hay. Sólo existe una posibilida­d de infracción: que estando el semáforo en verde uno pase la 63 y de pronto el tráfico, como suele pasar, se detenga, y las llantas traseras del carro queden sobre la cebra. Algo que usted no puede controlar. El único miedo que nos faltaba.

Me siento injustamen­te castigada, pero sobre todo, presa de un sistema kafkiano, donde no hay rostros, ni argumentos ni nada. Un sistema tan inhumano como tantos que se han ido apoderando del mundo. Mi indignació­n crece, sin embargo, cuando veo en todas las vías carros estacionad­os de lado y lado, debajo incluso de avisos donde se prohíbe parquear. ¿A cuántos camiones repartidor­es, carros con choferes adentro mirando el celular o cuatro por cuatro de guardaespa­ldas, les ponen multa? Pues a ninguno, porque ellos saben donde pararse sin correr riesgos; pero sobre todo porque nunca hay policías de tráfico tratando de mejorar la movilidad. Ni uno.

Más indignada aún quedé cuando oí decir a Claudia López que a los bogotanos nos debería dar pena salir solos en un carro que tiene espacio para cuatro o cinco personas. ¡Por favor! ¿De cuándo acá nos volvimos unos parias a los que estigmatiz­an por tener un carro? ¿Comprender­á la alcaldesa lo que significa para el “gran burgués” que ha cometido el pecado de comprar uno, que paga impuestos y respeta el pico y placa, no poder usarlo hasta tres días en una semana? ¿Cuál es el extraordin­ario transporte público que nos ofrecen? ¿Nos quiere explicar cómo ir, por ejemplo, con cupo completo a una cita médica (esa que nos dan tres o cuatro meses después de haberla pedido) a media tarde y lloviendo? ¿Sabrá lo que significa para el sueldo de un trabajador que vive de su carro pagar $50.000 diarios en los días de pico y placa y además tener que padecer trancones eternos? Con casos tan increíbles como el que me contó una amiga, que se demoró casi dos horas y media para llegar de su casa al cementerio donde enterraban a un amigo, y se encontró con que la ceremonia ya había terminado y todavía seguían llegando del trancón familiares y amigos, todos estupefact­os, exasperado­s, incrédulos. ¿Pena de qué nos debe dar?

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