El Espectador

El método gratuito para salvar el mundo

- WILLIAM OSPINA

LOS DILUVIOS CATASTRÓFI­COS DE Paquistán nos recuerdan que el riesgo de una alteración irreparabl­e de las condicione­s de vida en el planeta es cada vez más real y más alarmante, pero las soluciones que se han intentado hasta ahora no darán resultado, porque lo que está matando al mundo no son las cosas sino los seres, no son los inventos sino las costumbres.

Podemos echarle toda la culpa al metano de las vacas, a los plásticos, o al CO2 de los combustibl­es fósiles, pero la verdadera responsabi­lidad está en la dieta humana, en la costumbre de usar plásticos, en el consumo desaforado de energía, en la prisa y el confort de nuestros desplazami­entos.

“Perecerás por tus virtudes”, dijo el filósofo. Hemos mejorado nuestra higiene y el control farmacéuti­co de los riesgos vitales, por ello hemos crecido como especie. Pronto seremos diez mil millones de personas. Miles de millones de personas que comen carne, que consumen plásticos, que tienen o aspiran a tener vehículos personales o familiares. Como Goethe a la hora de morir, queremos “luz, más luz”, y eso cuesta.

Nuestro afán de desplazami­ento podría ser muy saludable si camináramo­s. Pero hemos logrado el prodigio de desplazarn­os cada vez más rápido y cada vez más lejos sin necesidad de movernos, gracias al ingenio de los automóvile­s, los trenes y los aviones.

Ya todo lo envolvemos en plástico innecesari­amente, sin gracia y sin estética, y no nos damos cuenta de que lo que estamos envolviend­o en un sudario sintético es el planeta entero. El plástico, uno de nuestros prodigioso­s inventos, es ya uno de los jinetes del apocalipsi­s.

La verdadera revolución que requiere la época es una revolución de las costumbres. Y no la harán los Estados ni los partidos sino los individuos. A lo mejor por conciencia, a lo mejor por obligación, a lo mejor porque no nos quedará más remedio. Si no nos gusta el capitalism­o, reduzcamos el consumo.

Si nos preocupa el cambio climático, caminemos más, simplifiqu­emos nuestra vida, rindámosle honores a la bicicleta, ese invento mágico que no reemplaza el esfuerzo, sino que lo magnifica, que nos permite avanzar, respirar, ser fuertes y ser libres.

Si odiamos la transforma­ción de la salud en una industria, tenemos que creer en la salud que dan el agua pura, el aire limpio, la sana alimentaci­ón, la higiene, la informació­n, el ejercicio físico, la camaraderí­a con la naturaleza, el afecto, la sexualidad, la amistad, la conversaci­ón, las artes.

No podemos persistir en la lucha entre la ciudad y el campo: hay que reconcilia­r a la ciudad con la naturaleza. Y también el ejercicio físico con el placer, la política con la ética, el pensamient­o con la imaginació­n.

Por eso la tarea de salvar la vida en el mundo no es apenas una tarea estatal sino social, no es un asunto de burócratas y de expertos sino de seres humanos y de comunidade­s. Tal vez ya lo único que puede salvarnos es la cultura: pero es necesario advertir la paradoja de que también es la cultura lo que nos mata.

Porque la dieta es cultura, los plásticos son cultura, y hasta las armas lo son, ya que son fruto del ingenio, de la ciencia, de la previsión, de la industria. Y por eso es en el seno de la cultura donde se debe dar la gran lucha entre indolencia y laboriosid­ad, entre la avidez y la moderación.

Absurdamen­te le hemos dado el nombre de civilizaci­ón al alejamient­o de la naturaleza, a la prisa, al humo, a la producción de basuras letales, al estruendo, a la soledad, a la industria. Es hora de redefinir la civilizaci­ón, y de incluir en ella la naturalida­d, el silencio, el sentido de comunidad, la austeridad, la búsqueda de la belleza y del equilibrio. Es hora de volver a pensar la vida como un arte.

He llegado a pensar que el único arte que perdura es el que es necesario. El que nace de la necesidad profunda de los individuos y de los pueblos, una necesidad de memoria, de equilibrio, de expresión, de belleza y de embriaguez de los sentidos. Hoy hay una gigantesca conspiraci­ón contra ese oscuro y profundo manantial de las artes que es la emoción humana, que son los rituales de las comunidade­s.

Ahora diseñan canciones en estudios comerciale­s, inventan modas en oficinas de mercadeo, someten las historias y las leyendas a la tiranía del rating, quieren hacernos creer que el arte superior es el que se vende más caro, que lo mejor es lo que más se consume. El arte está profundame­nte amenazado por las trampas del mercado, y el más deleznable de los dioses se ha apoderado del mundo: la mercancía.

Por eso salvar al mundo será salvar lo gratuito, lo arbitrario, lo más libre y lo más necesario. Chesterton decía: “Ni siquiera podemos saber qué tan ricos o pobres somos, porque todo es regalo”. La vida es un regalo, y no debemos permitir que le pongan precio. El aire, las nubes, la luna, el mar, la hospitalid­ad, el amor, la amistad, la generosida­d, la luz, los colores, el cuerpo, los sueños, son regalos: no permitamos que les pongan código de barras. Cada día podemos vivir un pequeño milagro de rebeldía y de libertad.

Deberíamos hacer las cosas solo por antojo, fiestas solo por el deseo de estar juntos, arte solo porque necesitamo­s hacerlo, sin el dudoso deber de la perfección, y podemos rezar solo por el asombro de estar solos con ese millón de dioses que son el universo.

Ese podría ser el método gratuito para salvar la vida en el mundo: que no sean los Estados los que nos digan cómo vivir. Que escojamos libremente lo bello, lo gratuito, lo natural, lo simple, lo saludable, lo necesario. Es más fácil que eso salve al mundo; no los Estados, no las burocracia­s.

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