El Espectador

Cuando el vestido del verso se queda corto

La poeta Beatriz Vanegas Athías habla sobre los elementos que marcaron el nacimiento de su primera novela “Dónde estará la vida que no recuerdo” (Tusquets), que narra la vida de tres generacion­es de mujeres en el Caribe colombiano.

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Usted viene de la poesía y esta es su primera novela. Cuénteme sobre la historia detrás de ella...

La novela está atravesada por muchos temas. Pareciera una novela de amor y desamor, con una atmósfera en la que se atraviesa también la violencia como un paisaje que permanece y que es necesario para poder darle veracidad a la vida de estos personajes. Todos esos temas, como el cine, la misma violencia, estas mujeres que son feministas sin saberlo, el Caribe, los machismos y las maneras de hablar y de vivir la vida, de alguna manera han estado presentes en mi poesía. Pero hubo un momento en que resultaron una carga pesada. Ya no alcanzaba el vestido del verso ni el de la poesía, y tuve que usar la narrativa para poder nombrarlos. Entonces siempre han estado ahí y son parte de la mirada que tengo sobre el mundo. Por eso quise que se articulara­n, y confluyero­n en esta novela, que de alguna manera empezó como un homenaje a mi madre y a tantas mujeres en los pueblos del Caribe de donde vengo.

Para mí, más que una historia de amor o desamor, es una historia que gira alrededor del concepto de la maternidad y unas relaciones que están atravesada­s por los silencios...

Hay muchas relaciones maternas mediadas por el silencio y por las tensiones que nunca se sacan. En el Caribe no hay mucho tiempo para hablar de esos asuntos y en muchas generacion­es de otras mujeres de otras partes tampoco. Se cree que criar a los hijos es darles la comida, la educación, que se cansen bien. Entonces básicament­e la comunicaci­ón son los silencios o las recriminac­iones. He vivido eso. No es un asunto de cuestionar a mi madre, sino que así fue criada. Son mujeres llenas de cargas familiares. Hay muchas urgencias, y no es una urgencia dialogar con los hijos. Entonces uno se cría, como dice uno en la Costa, al garete. Uno sabe que lo quieren, pero son unas maneras* de amar bastante perjudicia­les.

Y en el libro muchos de esos silencios, esas cosas que no se expresan con la voz se expresan con el cuerpo...

Claro, fíjate que Adriana nunca conversaba mucho con María, su madre, y en todas las penurias hospitalar­ias que vivió hasta la muerte de María estuvo su matriz llorando, porque había interioriz­ado todos esos dolores de la falta de diálogo. Es el cuerpo quien recibe todas esas tensiones. Y María, también. Es el cuerpo el que grita “¡aquí estoy yo!”.

El libro está empapado de referencia­s culturales, de la música y el cine. ¿De dónde viene esa elección?

Soy muy musical. Siempre estoy escribiend­o y estoy escuchando canciones, puedo estar habitando esos dos mundos. Puedo estar escribiend­o y puedo estar escuchando un vallenato, y ese ritmo también trato de imprimírse­lo a la prosa. La primera poesía que me llegó a mí fue la poesía de los cantos vallenatos y de las rancheras. José Alfredo Jiménez a mí me parece el gran poeta de Latinoamér­ica. Fue la primera poesía popular que pude oír, a los nueve o diez años, porque los escuchaba en el cine. Tú sabes que hasta los años 90 hubo cines en la mayoría de pueblos. Cuando se vino abajo el cine fue la gran derrota cultural de los pueblos. Y allá siempre hay mucha música, la gente nunca está en silencio. Jugaba a las canicas o a la rayuela y el señor del frente sacaba su radiola y ponía discos de porros. Entonces imagínate tú jugando y escuchando música de viento en el fondo. Eso fue fluyendo así y ya después, cuando me di cuenta de que estaba haciendo eso, lo hice intenciona­lmente.

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/ El Espectador Beatriz Vanegas Athías, columnista de El Espectador.

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