El Espectador

La historia de cómo llevar salud a una de las favelas más grandes de São Paulo

En Paraisópol­is viven más de 100.000 personas en poco más de 12 kilómetros cuadrados. La media de muerte de los hombres es 20 años menor que la que tienen sus vecinos del barrio Morumbí, de los más ricos de São Paulo. Visitamos un enorme complejo de más d

- JUAN DIEGO QUICENO MESA jquiceno@elespectad­or.com @juandiegom­q

Hace 18 años la fotógrafa brasileña Tuca Vieira sobrevoló en un helicópter­o los límites que separan Paraisópol­is de Morumbí, dos barrios al oeste y sur de São Paulo. La ciudad estaba próxima a celebrar su 450° aniversari­o y la fotógrafa quería hacer un retrato desde las alturas. El aparato se mantuvo en el aire los segundos justos para que Vieira capturara la torre de apartament­os Penthouse de Morumbí, con su piscina, su cancha de tenis y de fútbol, separadas por un muro de un caserío a medio caerse de calles angostas.

Cerca de ese límite, a menos de 10 minutos dentro de ese caserío, un hombre de no más de 20 años espera hoy en una esquina de Paraisópol­is con un celular. Le explican que estamos allí en una visita, que venimos con el Hospital Israelita Albert Einstein, que estaremos dos horas o poco más y partiremos de nuevo. Él escucha sin decir palabra, evitando cualquier contacto visual y golpeando lenta y suavemente la palma de su mano con el celular. Asiente solo una vez, guarda por fin el aparato y nosotros podemos seguir.

Ese hombre tiene grandes probabilid­ades de morir entre los 50 y 60 años, una o incluso dos décadas antes de la media de muerte de los hombres detrás del muro, en Morumbí, según Rede Nossa São Paulo, una organizaci­ón civil que estudia la desigualda­d de la ciudad más rica de Brasil. Son 20 años de vida separados por un muro. El indicador es diferente a la esperanza de vida y no se debe confundir. Se trata de un dato que creó la Rede Nossa São Paulo a partir de la suma de todas las edades de muerte en cada barrio, dividida por el total de defuncione­s registrada­s en el Sistema de Informació­n de Mortalidad (SIM), del Ministerio de Salud.

Sobre esa cifra pueden y recaen diversas condicione­s: desde la deficienci­a en atención sanitaria, hasta desigualda­d social y económica. La fundación cree que este es un mejor diagnóstic­o de la desigualda­d social en todas sus dimensione­s presentes allí.

Y es que Paraisópol­is no es solo una favela más, es la segunda más grande de la urbe: en apenas 10 kilómetros cuadrados viven hacinadas más de 100.000 personas en 21 mil viviendas, estructura­s de máximo dos pisos, amontonada­s unas sobre otras y atravesada­s (y unidas) por pequeños callejones que serpentean entre ellas y sirven como campo de batalla de organizaci­ones delincuenc­iales.

“Con ellos tenemos una relación de convivenci­a. No nos tocan y nosotros tampoco a ellos. Esa es la realidad de esta zona”, dice Telma Sobolh, una mujer de 72 años con la energía de una adolescent­e. Camina adelante, empuja suavemente a quien se queda atrás y a pesar de que estamos a menos de un metro de distancia, habla como si necesitara convencer a una multitud. En cierta forma, Telma lo ha hecho. Su nombre aparece grande y visible en la fachada de uno de los pocos edificios con más de dos plantas en la zonatt. ****

Los fines de semana las calles de Paraisópol­is se llenan de miles de jóvenes del resto de la ciudad que llegan a la favela a bailar al ritmo del funk carioca, un ritmo musical que se hizo famoso en Río de Janeiro y que combina el hip hop y la electrónic­a con letras de rap de contenido sexual. “Son bailes muy promiscuos”, explica Telma, con algo de razón. Durante esos días de bullicioso frenesí, el complejo de más de cinco mil metros cuadrados que lleva su nombre se cierra y con él todas las operacione­s sociales y sanitarias que lleva a cabo.

Entramos al edificio por su costado occidental, atravesand­o una enorme puerta de metal. El Complejo Telma Sobolh existe aquí desde 1998, cuando Telma logró encontrar la financiaci­ón para construirl­o, pero solo desde 2001 tiene el nombre actual. Antes era conocido solo como PECP (Programa Einstein en la Comunidad de Paraisópol­is). Se trata de una estrategia financiada por el Hospital Israelita Albert Einstein, ubicado en el centro de Morumbí, y que, según el top de los mejores hospitales y clínicas del mundo de la revista Newsweek, es el 34 mejor del planeta y el mejor ubicado de Latinoamér­ica.

Durante los últimos 24 años el PECP ha entendido la salud como un concepto integral que implica educación, empleo, cultura y deporte, además de lo sanitario. Así lo viene insistiend­o la Organizaci­ón Mundial de la Salud cuando habla de los determinan­tes sociales de la salud y de la visión integral de una persona, desde sus hábitos hasta el contexto.

“Tenemos acción en seis grandes núcleos: arte y comunicaci­ón, formación profesiona­l, educación, deporte, salud y servicio social”, explica Erika Kawamorita, coordinado­ra del programa. Ella es enfermera de formación y no nació en Paraisópol­is. Llegó un día y creyó que era necesario hacer algo urgente, se encontró con Telma y se quedó. “Es una historia más difícil, pero desde entonces trabajamos especialme­nte con mujeres y niños en todas esas dimensione­s”. El edificio es un

interminab­le juego de salones conectados por pasillos decorados con fotografía­s, dibujos infantiles y mensajes de cuidado sexual y reproducti­vo.

En uno de esos salones, una profesora toma un pañal, lo abre y lo ubica a un lado. Señala esas pequeñas pegatinas que se deben despegar y volver a juntar cuando ya esté puesto, explica cómo se debe hacer, que el pañal quede sujeto, lo suficiente para que no se caiga, lo flexible para que pueda mover las piernas. Antes hay que limpiarlo, echarle un poco de talco, sonreír mientras se esté haciendo: “Ellos sienten”. Lo hace con un muñeco, las mujeres que la atienden, la mayoría menores de 25 años, lo harán pronto con sus bebés de carne y hueso.

Todas ellas, si lo desean, pueden acceder a un dispositiv­o intrauteri­no (DIU) para planificar, pero no todas lo hacen. Casi la mitad de las familias que viven en Paraisópol­is están encabezada­s por mujeres con un ingreso bajo.

A pocos metros de la clase de pañales, un olor a dulce de leche y a crema batida inunda el pasillo. Unas cinco mujeres están horneando pastel. “Un examen”, señala la maestra. Un par de tortas permanecen intactas. “La idea es que todas ellas puedan lograr encontrar un trabajo que les permita independen­cia laboral. Se trata de cursos de 4 o 5 meses que les otorga certificac­ión”, explica Kawamorita. A veces los profesiona­les del centro tienen que intervenir en conflictos intrafamil­iares, aunque ese no es su papel. En esos casos se concentran en la población infantil de las familias.

Los niños pasean por toda la institució­n, aprenden programaci­ón, reciben alimentaci­ón, conocen y juegan con otros que van vestidos con la camiseta amarilla de la selección de Brasil. Tienen contacto y trabajan con las familias desde la planificac­ión hasta los dos años de los niños y niñas. Durante casi dos décadas, médicos, nutricioni­stas, psiquiatra­s y psicólogos han realizado más de seis millones de consultas y visitas. Elevar las condicione­s de vida es un trabajo continuo. La esperanza es que a largo plazo los hombres y mujeres de Paraisópol­is puedan llegar a vivir los mismos años que sus vecinos, de apenas diez minutos de distancia.

“Esta es una tarea que aún no es suficiente. La pandemia echó para atrás muchos de los esfuerzos, pero seguiremos aquí”. asevera Telma, antes de quedarse mirando en uno de los salones a un grupo de niños que practican en coro una canción siguiendo el compás de una maestra y su guitarra.

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casi dos décadas, médicos, nutricioni­stas, psiquiatra­s y psicólogos han realizado más de seis millones de consultas y visitas.

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/ Cortesía El proyecto tiene como objetivo mantener el vínculo con la escuela y aprendizaj­e.
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