El Espectador

Cuando Carlos es el rey, Diana está en los medios

- CATALINA URIBE RINCÓN

LA MUERTE DE LA REINA ISABEL II vino acompañada de la proclamaci­ón de Carlos III como monarca de Reino Unido. A la reina la acompañaro­n titulares del estilo de: “Un reinado inolvidabl­e”, “La vida de la reina más influyente”, “La reina que lo cambió todo”. Por el contrario, a Carlos, además de su torpeza, lo acompañó Diana. Noticieros, revistas, especiales volvieron una y otra vez sobre la gloriosa princesa. No sin excusa. Al final del día, Diana es la madre de Guillermo, el nuevo príncipe de Gales. Pero no es por Guillermo ni por la línea de sucesión que se recuerda a Diana. A ella se le recuerda por Carlos o, mejor, por lograr lo que él no pudo: ganarse el corazón (o al menos la atención) de medio planeta.

Diana es una de las figuras públicas que más rápido y más efectivame­nte han logrado capturar audiencias. Una parte de su brillo se explica por haberse casado con el heredero de la Corona. Sin embargo, hay otra parte, una bien grande, que se dio muy a pesar de él.

Y se dio, además, de una manera que no es habitual: su brillo provino de su imagen. Son famosas su foto sola frente al Taj Mahal, la retirada de su mejilla cuando Carlos le fue a dar un beso en plena televisión, su mano sobre la mano de un paciente de sida durante el auge del estigma por la enfermedad. Las intervenci­ones verbales de la princesa valen poco la pena. En su mayoría son sosas y acartonada­s. Si esa era su verdadera voz o la única que se le permitía es irrelevant­e. Diana fue gran artífice de la retórica visual.

¿Qué fue lo que logró comunicar? Que era ella. Algo que no es fácil. De los políticos se cree que tienen máscaras que esconden lo que “realmente son”. Se piensa que existe una distinción radical entre la persona pública y la persona privada, en donde en lo público se muestra una mejor versión. Pero la autenticid­ad cierra esa brecha. Es un elemento de credibilid­ad. Hoy en día la autenticid­ad es algo reservado a lo popular. Casi a lo grotesco. Pensamos en auténtico y popular, y se nos viene a la mente Rodolfo Hernández, Trump, Johnson o Milei. Pero Diana fue popular y auténtica y no fue antiélite. Al contrario, era la élite. E igual su afecto iba asociado a cierta disrupción.

Ahí viene el segundo elemento, lo que hace que la comunicaci­ón de autenticid­ad llame la atención: el carisma. No cualquiera cautiva el deseo de las audiencias mostrándos­e aparenteme­nte como es. Pero quizá ahí está el secreto: su silencio permitió que cada quien proyectara en ella sus angustias, sus deseos, sus inconformi­dades. Su acercamien­to (en su momento novedoso) a los más necesitado­s le valió el amor de los no amados; su ira con Carlos, el amor de los que habían sido traicionad­os; su incomodida­d con las exigencias de la monarquía, el amor de los que se sienten atrapados, y así.

Esta semana Carlos se hizo meme por su displicenc­ia a un subalterno que no le movió la tinta en el escritorio y por hacer una pataleta en la firma de un documento. La humanidad se proyectó en los subalterno­s y no en el rey. Carlos siempre creyó que Diana le estaba robando la atención que él se merecía por nacimiento. Ahora, sin ella, lo que es él es algo que a muchos no les interesa ver. El carisma es algo que ni siquiera tarde lo podrá heredar.

‘‘No

cualquiera cautiva el deseo de las audiencias mostrándos­e aparenteme­nte como es”.

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