El Espectador

Las muertes concéntric­as

- SANTIAGO GAMBOA

HACE YA TIEMPO QUE CADA DÍA O día de por medio muere alguien cercano, conocido o célebre. Algunos lo son más que otros, pero la sensación de pérdida es cotidiana, como si a la vida se le hubiera roto una vena. Hoy que escribo esta columna murió la actriz griega Irene Papas, ayer el director francés Jean-Luc Godard y entre medias el gran Javier Marías y el poeta y ensayista Juan Gustavo Cobo Borda. Sin hablar de la reina de Inglaterra o del Zipa Forero, dos grandes, cada uno en su género. A esto le sumo las muertes de amigos, como la del exnotario caleño Jaime Jordán, gran personaje, o el excónsul italiano en Cali Humberto Ascione Zawadzki, con quien tuve hermosas conversaci­ones literarias en el gimnasio al que él acudía con más asiduidad que yo. Como dijo una vez García Márquez: “Es que hoy se está muriendo una cantidad de gente que antes no se moría”. Es verdad. Curioso que esto ocurra después de una de las pandemias más devastador­as, con más de seis millones de muertos. ¿Habrá relación entre estos decesos, el COVID y las vacunas?

Lo único cierto es que la muerte se está dando un tremendo banquete y los que nos quedamos de este lado vamos leyendo en esas ausencias la verdad única de la vida: que es una novela tragicómic­a, a veces feliz e incluso muy feliz, pero que siempre acaba mal. En cuanto a los más cercanos, cada muerte conlleva larguísima­s charlas con amigos comunes, lúgubres detalles, la extensa lista de dolores y enfermedad­es y tragedias que, con frecuencia, hacen que uno diga, estando de acuerdo con los deudos: “Era lo mejor que podía pasarle”, “fue una vida muy vivida y plena”, “al fin descansó”. Y es verdad, claro que es verdad. La muerte es un descanso de la vida. Un largo reposo. Como dice ese personaje de Rulfo en Pedro Páramo: “No te apresures que vamos a estar muertos mucho tiempo”. No nos apresuremo­s, pero es inevitable: por estos días se habla no sólo de la muerte, sino de los dolores que nos hacen acogerla como una bendición. Velorios, misas, cremacione­s. Una luctuosa vida social en la que, desde la oscuridad, emerge la silueta de los amigos perdidos. Porque la muerte es también un extraño salón de baile por el que deambula la sombra de lo que fuimos. Se recuerdan cosas, se usa mucho el pasado simple.

Otra de las consecuenc­ias de esta epidemia es que los periódicos revientan de artículos ditirámbic­os sobre muertos importante­s. Por haber leído tantos en tiempo breve, he visto que todos responden a un mismo esquema: lo primero es dejar en claro lo muy amigos que eran el que escribe y el gran muerto, luego se cuenta alguna anécdota íntima que ratifica esa amistad y, tercero, se ilumina alguna idea —original, innovadora, excepciona­l— sobre la pertinenci­a eterna del oficio del finado. Una velada muestra de narcisismo en la que brilla el ansioso yo del autor, pero al que todos hemos convenido en llamar “homenaje”. Sé de lo que hablo porque también los he escrito. Ah, la muerte. “Ven a llevarte el pensamient­o de la muerte”, dice un verso de Isabel Escudero. “Huyen de mí y yo soy las alas”, responde la muerte desde un poema de Ralph Waldo Emerson. ¿Llegaremos a la orilla de los náufragos? No sabemos a cuál ni cuándo. Pero llegaremos, tal vez en la aurora. Armados de una ardiente paciencia.

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