El Espectador

Palos de ciego

- FRANCISCO TORRES GUTIÉRREZ

GUSTAVO PETRO NUNCA SE HA PARAdo en minucias. Desde sus ya lejanos días de militancia en el M-19 hasta alcanzar el cénit que para él significa posar sus sexagenari­as antífonas en la poltrona de Bolívar, se ha caracteriz­ado por alimentar esa megalomaní­a tan propia siguiendo al pie de la letra y sin escrúpulos las enseñanzas de Antonio Gramsci —estudioso de la obra de Nicolás Maquiavelo—, que en un prólogo de El príncipe, obra insigne del florentino, asegura que la “naturaleza humana” no es ni abstracta ni estática, sino una realidad histórica en desarrollo. Quizás de este concepto haya surgido la obsesión del nuevo timonel de Colombia por calificar de humanas sus campañas, como disfraz para promover su inocultabl­e ego bajo el engañoso pero atractivo ropaje del interés por la gente.

Quienes vivimos en la capital durante el cuatrienio de la Bogotá Humana no tenemos buenos recuerdos ni motivos para dormir tranquilos. Cómo olvidar que todo comenzó con un efímero gabinete que se fue desmoronan­do a medida que el autoritari­smo del alcalde se hacía patente; que siguió con las promesas incumplida­s, las obras a medio camino, los escándalos de corrupción, el empeño del detestable Alejandro Ordóñez por destituirl­o (que con semejante imprudenci­a garantizó la mudanza del Palacio Liévano al de Nariño), la crisis de las basuras, la insegurida­d, el caos en la movilidad y, por supuesto, la insatisfac­ción de más de dos tercios de los habitantes de la ciudad. Y que terminó como la Décima sinfonía de su tocayo Gustav Mahler: inconclusa.

Si nos atenemos a que la gestión pasada es predictiva del desempeño futuro, no hay demasiadas razones para el optimismo. No las hay porque la historia demuestra que, en su papel de regidor de los destinos de la ciudad, Petro fue un excelente orador pero un pésimo ejecutivo, y porque en estas primeras semanas de mandato presidenci­al el denominado­r común ha sido el dar palos de ciego a diario. Tal desconexió­n con la realidad se ha evidenciad­o en varios nombramien­tos erráticos, intervenci­ones improvisad­as, difusión de teorías sin sustento, ausencias injustific­adas a eventos oficiales y una amplia colección de desatinos que, además de contradeci­r su discurso de posesión y de encoger su 56 % de favorabili­dad, acaban siendo un burbujeant­e caldo de cultivo para que sus áulicos, ansiosos de protagonis­mo, pongan en ridículo a la nueva administra­ción con reacciones altisonant­es, comentario­s desatinado­s e incluso incendiari­os, declaracio­nes contradict­orias e incursione­s en terrenos ajenos a las responsabi­lidades de sus respectivo­s cargos.

Esta suerte de torre de Babel en la que se ha convertido el Palacio de Nariño parece predestina­da a evoluciona­r como un tenebroso laberinto en el que encontrar salidas no será nada fácil, a menos que el contumaz mandatario decida morigerar, con acciones concretas y no con disertacio­nes, los ánimos de sus contradict­ores y también de sus seguidores. No hacerlo podría significar la implosión temprana de la coalición de gobierno, el estallido de la inconformi­dad latente de muchos estamentos de la vida nacional o, en el peor escenario imaginable, una combinació­n de los dos riesgos.

El ofuscado Iván Duque, con su concepción del Estado como botín para sus amigos, dejó tan baja la vara que resultaba difícil imaginar que alguien pudiera tener peores ejecutoria­s. Es demasiado temprano para sacar conclusion­es, pero, al paso que vamos, la más evidente es que errar es Humano.

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