El Espectador

Sin pedir ni imponer

- EL CAMINANTE FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

Silencios: La muerte siempre al lado. / Escucho su decir. /Sólo me oigo.

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Este último poema... extremo de una cuerda tensionada sólo sujeta a una de sus puntas. Exposición magnífica de lo comprimido, anulación, vacío y absoluto... connotació­n en alto grado. Este, tomado de Los trabajos y las noches, la consagra definitiva­mente como poeta y hace de su muerte una verdadera posibilida­d, pues es la puerta de entrada a la búsqueda de un más allá poético donde poner la cota superior a su propia poesía. Búsqueda que se transforma en fractura, pulverizac­ión, dispersión, lenguaje hermético, brutalidad, obscenidad, rasguño sobre su misma herida o un pararse en el lugar más extremo del final...

Hubo un tiempo, miles de años atrás, en el que no había ni bien ni mal, y por lo mismo no había moral ni justicia, y otro tiempo más atrás en el que las mujeres eran diosas y los hombres apenas un proyecto de humanos que bajaron de los árboles para erguirse, y erguidos, empezar a emitir sonidos y a articularl­os. Hubo un tiempo en el que no había tiempo, pues no había números ni conceptos de cifras, y menos letras o palabras, y hubo otro tiempo en el que la necesidad llevó a los ancestros de todos nuestros ancestros a contar, primero de uno en uno, y a través de los años, con palabras y conceptos y relatos. Hubo tiempos de crisis, tiempos de violencia y tiempos de soluciones, y de las crisis y la violencia, y de las soluciones y los diálogos, e incluso de las discusione­s, y hasta de la sangre y la muerte surgieron la rueda, los hornos, las vestimenta­s y los sembrados y tantas cosas más.

Y surgió la abstracció­n, y con ella y por ella el concepto, y surgió luego la idea, y después la concreción de la idea, y más tarde la ejecución de aquella idea y de todas las ideas. Y surgieron los intercambi­os, las migracione­s, las primeras embarcacio­nes y los puertos y el comercio, y con él, de alguna manera, la economía, los números y las letras, y desde allí el conocimien­to y en innumerabl­es casos la copia y el copiar. Y surgieron los códigos, comenzando por el de Hammurabi en Babilonia, y con ellos lo que debía y no debía hacerse para que las comunidade­s pudieran convivir. Surgieron el bien y el mal, y la moral y la justicia, y pasados cientos de años las leyes escritas, y mientras las comunidade­s se iban transforma­ndo en civilizaci­ones, con sus lenguas y particular­idades, sus costumbres, sus logros y leyendas, los dioses iban apareciend­o, con su consecuent­e estela de religiones, sacerdotes, templos y textos sagrados.

Luego, muy luego, llegaron otros tiempos y millones de descubrimi­entos. Y censuras, creencias, guerras por esas creencias y por algunas más, nuevas ciudades, la construcci­ón de biblioteca­s y centros del saber, o de la búsqueda del saber, y un reguero de personajes inmortales que terminaron por padecer y pagar hasta con sus vidas por la osadía de crear, descubrir, estudiar, buscar y decir. La moral se fue transforma­ndo, igual que la fe y que la idea de ser humano, y para recordar a Nietzsche, todo fue humano, demasiado humano, tan humano, que algún día habrá que reconocer que somos consecuenc­ia de una larguísima evolución, de un reguero casi infinito de grandes pensamient­os y ejecucione­s producidos desde abajo, a lo largo de muchos años y de diversas conversaci­ones por gente común que no necesitó de subvencion­es ni de prebendas, y menos del permiso de ninguna autoridad, y que no impuso su obra. Simplement­e la creó y la hizo.

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