El Espectador

Invasiones por inseminaci­ón artificial

- ALEJANDRO REYES POSADA

DESPUÉS DE HABER SUFRIDO EN los 90 un genocidio a manos de paramilita­res, que se vengaron de las invasiones a fincas ganaderas en los 70, las organizaci­ones campesinas no quieren acudir a la acción directa para acceder a la tierra, sino que están esperanzad­os en el acuerdo agrario que ofreció repartir tres millones de hectáreas y en la ley de restitució­n de tierras despojadas por violencia, cuyo cumplimien­to ralentizó el Gobierno Duque y que Petro prometió acelerar. No son ellos quienes están invadiendo haciendas en Magdalena, Bolívar, Atlántico, Córdoba y Cesar, cunas del paramilita­rismo en la Costa.

Los invasores son precisamen­te quienes fueron cooptados por los mandos medios herederos del paramilita­rismo y su acción está dirigida a sabotear la reforma agraria, el restableci­miento de relaciones con Venezuela y la política de paz total con el crimen organizado, que los dejaría al descubiert­o cuando los jefes negocien su sometimien­to a la justicia. Sus negocios prosperan en el desorden y la falta de control estatal del territorio, que Petro quiere restablece­r.

Quienes los dirigen prefieren desestabil­izar las regiones que dominan para sembrar la creencia de que el Gobierno Petro desató la ola de invasiones porque desmanteló la estrategia de la Seguridad Democrátic­a y purgó las Fuerzas Armadas de los personajes más comprometi­dos con la violación de derechos humanos y las complicida­des con el crimen. En los lugares donde se sincroniza­ron las invasiones en la Costa ganó el No en el plebiscito por la paz, obedeciend­o las consignas del Centro Democrátic­o.

El temor de los ganaderos a la invasión de sus tierras le ha servido a José Félix Lafaurie, en bandeja de plata, la oportunida­d de reactivar la autodefens­a ganadera contra el asalto insolente a la propiedad privada, para mostrarle al Gobierno que tampoco van a permitir la reforma agraria ni la restitució­n de tierras. A nadie han beneficiad­o más las invasiones que al dirigente de Fedegán, que se reencaucha como el líder de la Colombia democrátic­a que se opone al castrochav­ismo invasor y expropiado­r.

Las invasiones en la Costa son también una incitación para obligar al Gobierno al uso de la fuerza, que abortaría el cambio hacia la protección de la población campesina víctima de la violencia y la exclusión, y regresaría la seguridad a la defensa de las élites territoria­les, como ha sido siempre. Son un sabotaje a la paz, a la reforma agraria pacífica y legal, y a la reingenier­ía de la seguridad. Igual sucede con las invasiones en el Valle, Antioquia y Huila, aún dominadas por los herederos del paramilita­rismo.

Otra cosa son las invasiones indígenas en el norte del Cauca, que se entienden al examinar la memoria de sus pueblos. Es una historia de paulatino despojo y arrinconam­iento en zonas altas de la cordillera Central, donde la tierra es menos fértil por las pendientes y tienen que deforestar las montañas para la subsistenc­ia alimentici­a, cada vez en mayor riesgo por el crecimient­o de la población confinada en resguardos. La expansión hacia las tierras bajas del norte del Cauca es un imperativo de superviven­cia étnica que el Gobierno debe resolver sin desconocer los derechos privados de los dueños de la tierra sembrada en caña.

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