El Espectador

¿Existe en el continente una “marea rosa”?

- MAURICIO BOTERO CAICEDO

DEBIDO A LOS EGOS Y A LAS RABIAS y a las venganzas y a la manipulaci­ón política, la paz nos polarizó en 2016. Por suerte, con el tiempo, se fueron formando consensos en torno a ella. La importanci­a del Acuerdo es un tema que hoy no se discute y la necesidad de implementa­ción está presente en todas las agendas políticas. Así quedó en evidencia en la campaña.

No reabrir la polarizaci­ón en torno a la propuesta de paz del Gobierno requiere una mejor comunicaci­ón. Ya suficiente radicaliza­ción hubo entre uribistas y pacifistas, como para que ahora el bloque propaz se divida entre los que apoyan la decisión de hablar con los disidentes y los que lideraron el Acuerdo de 2016.

Particular­mente a estos últimos y a quienes votaron por el Sí se les debe ofrecer claridad sobre lo que se busca al hablar con los que desertaron de la paz o los que no la firmaron. Humberto de la Calle y Sergio Jaramillo habrían podido esperar un poco más antes de criticar la idea del Gobierno: al fin y al cabo el camino en la época de Santos también fue culebrero. Sin embargo, sus advertenci­as no deben ser subvalorad­as: tienen el conocimien­to y la autoridad para hacerlas y pueden servir para aterrizar la idea de paz total. Darles respuesta es clave si es que se quiere continuar con el apoyo de un sector político amplio que hace seis años sacó adelante el Acuerdo.

Si se decidió anunciar el comienzo de los diálogos, hay más razones para anticipar métodos y reducir incertidum­bres. Las preguntas son muchas: ¿qué garantiza que los disidentes y sus hombres, en caso de llegar a un acuerdo con el Estado, esta vez sí se van a mantener en la legalidad? ¿Cómo evitar un nuevo reciclaje de la violencia con nuevos “diálogos” —como los llama el presidente—? ¿Qué opinará la Corte Penal Internacio­nal, que avaló la justicia transicion­al, de la posibilida­d de darles reconocimi­ento político a quienes le incumplier­on a la paz? ¿Quienes, como Gentil Duarte, no entraron al proceso de 2016 porque no creyeron en el Acuerdo creerán ahora? ¿Se respetará lo acordado en La Habana de que los disidentes deberán someterse a la justicia ordinaria? ¿Qué mensaje llevarles a quienes, a pesar de las dificultad­es de la implementa­ción y aun siendo ideologiza­dos, han estado comprometi­dos con la reincorpor­ación?

En últimas, ¿de qué se trata el diálogo con las llamadas “estructura­s armadas”? ¿Se busca con ellas una conversaci­ón con el Ejecutivo o un acogimient­o judicial? Si se reconoce la dificultad del Estado para eliminarla­s, ¿se reconoce también el reto de implementa­r? ¿Cómo se va a avanzar en esta implementa­ción sin una Consejería para el Posconflic­to? Y como le inquieta a Comunes: ¿cuál es la institucio­nalidad de la “paz total”?

De la apuesta del Gobierno surge el interesant­e debate, ya planteado por la Comisión de la Verdad, sobre la necesidad de repensar el rol del narcotráfi­co en el conflicto armado y si esa distinción tan tajante entre narcos y actores armados con legitimida­d para hacer la paz es viable. Sin embargo, por ahora, si no se hacen las respectiva­s claridades se corre con el riesgo de agrietar el bloque pacifista y liberal, así como de fortalecer el discurso de quienes se oponen a la paz.

Con nombre propio

ES POCO LO QUE LA IZQUIERDA CONtinenta­l tiene en común. Ricardo Lagos, el expresiden­te de Chile, divide en cuatro estas izquierdas: “nueva”, donde ubica a los presidente­s de Chile y Colombia (y que se pudiera catalogar como “activista, étnica y ambiental”); “populista” (México y Perú); “tradiciona­l” (Argentina, Bolivia, Honduras); y “dictatoria­l” (Venezuela, Nicaragua y Cuba). Chávez, Evo Morales, Lula y Rafael Correa fueron protagonis­tas de la “marea rosa” de gobiernos de izquierda en la década de 2000; hoy, los gobernante­s de la “marea rosa” son mucho más heterogéne­os: son líderes de izquierda que parecen más dispuestos que en el pasado a desmarcars­e de otros en la región. Boric en varias ocasiones, incluyendo en la ONU, ha criticado la represión de disidentes en Cuba y Nicaragua; y cuando afirmó que “Venezuela es una experienci­a fracasada”, Maduro ripostó que Boric hacía parte de “una izquierda cobarde”.

Cuba, con más de 64 años aferrándos­e a un arcaico sistema marxista-leninista, si bien dice ofrecer educación, salud y techo gratuitos, son servicios de una calidad tan precaria que ningún país en su sano juicio quisiera replicar. Venezuela pretendió imitar el modelo cubano, pero al darse cuenta que iba camino al precipicio, adoptó a regañadien­tes el “dólar” y abrió la economía nuevamente al capitalism­o, incluyendo la devolución de los bienes expropiado­s.

El régimen dictatoria­l que la cleptómana familia Ortega ha implantado en Nicaragua haría sonrojar de envidia al mismo Kim Jong-un en Corea del Norte. La izquierda argentina (y en menor grado la mexicana y peruana) encajan con aquella definición de Jan d’Ormesson sobre la ineptocrac­ia: “Los menos capaces para gobernar son elegidos por los menos competente­s para producir, para recibir sustento en base a los impuestos exigidos a los más competente­s”.

Se habla que Gustavo Petro busca liderar la nueva “marea rosa” del continente. El autor de esta nota considera que son tan divergente­s los diferentes modelos de izquierda; tan mercuriale­s los líderes a la siniestra; y tan disímiles los objetivos que tienen, que cualquier intento de unión generaría bastante más calor que energía, y bastante más ruido que movimiento.

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