¿Existe en el continente una “marea rosa”?
DEBIDO A LOS EGOS Y A LAS RABIAS y a las venganzas y a la manipulación política, la paz nos polarizó en 2016. Por suerte, con el tiempo, se fueron formando consensos en torno a ella. La importancia del Acuerdo es un tema que hoy no se discute y la necesidad de implementación está presente en todas las agendas políticas. Así quedó en evidencia en la campaña.
No reabrir la polarización en torno a la propuesta de paz del Gobierno requiere una mejor comunicación. Ya suficiente radicalización hubo entre uribistas y pacifistas, como para que ahora el bloque propaz se divida entre los que apoyan la decisión de hablar con los disidentes y los que lideraron el Acuerdo de 2016.
Particularmente a estos últimos y a quienes votaron por el Sí se les debe ofrecer claridad sobre lo que se busca al hablar con los que desertaron de la paz o los que no la firmaron. Humberto de la Calle y Sergio Jaramillo habrían podido esperar un poco más antes de criticar la idea del Gobierno: al fin y al cabo el camino en la época de Santos también fue culebrero. Sin embargo, sus advertencias no deben ser subvaloradas: tienen el conocimiento y la autoridad para hacerlas y pueden servir para aterrizar la idea de paz total. Darles respuesta es clave si es que se quiere continuar con el apoyo de un sector político amplio que hace seis años sacó adelante el Acuerdo.
Si se decidió anunciar el comienzo de los diálogos, hay más razones para anticipar métodos y reducir incertidumbres. Las preguntas son muchas: ¿qué garantiza que los disidentes y sus hombres, en caso de llegar a un acuerdo con el Estado, esta vez sí se van a mantener en la legalidad? ¿Cómo evitar un nuevo reciclaje de la violencia con nuevos “diálogos” —como los llama el presidente—? ¿Qué opinará la Corte Penal Internacional, que avaló la justicia transicional, de la posibilidad de darles reconocimiento político a quienes le incumplieron a la paz? ¿Quienes, como Gentil Duarte, no entraron al proceso de 2016 porque no creyeron en el Acuerdo creerán ahora? ¿Se respetará lo acordado en La Habana de que los disidentes deberán someterse a la justicia ordinaria? ¿Qué mensaje llevarles a quienes, a pesar de las dificultades de la implementación y aun siendo ideologizados, han estado comprometidos con la reincorporación?
En últimas, ¿de qué se trata el diálogo con las llamadas “estructuras armadas”? ¿Se busca con ellas una conversación con el Ejecutivo o un acogimiento judicial? Si se reconoce la dificultad del Estado para eliminarlas, ¿se reconoce también el reto de implementar? ¿Cómo se va a avanzar en esta implementación sin una Consejería para el Posconflicto? Y como le inquieta a Comunes: ¿cuál es la institucionalidad de la “paz total”?
De la apuesta del Gobierno surge el interesante debate, ya planteado por la Comisión de la Verdad, sobre la necesidad de repensar el rol del narcotráfico en el conflicto armado y si esa distinción tan tajante entre narcos y actores armados con legitimidad para hacer la paz es viable. Sin embargo, por ahora, si no se hacen las respectivas claridades se corre con el riesgo de agrietar el bloque pacifista y liberal, así como de fortalecer el discurso de quienes se oponen a la paz.
Con nombre propio
ES POCO LO QUE LA IZQUIERDA CONtinental tiene en común. Ricardo Lagos, el expresidente de Chile, divide en cuatro estas izquierdas: “nueva”, donde ubica a los presidentes de Chile y Colombia (y que se pudiera catalogar como “activista, étnica y ambiental”); “populista” (México y Perú); “tradicional” (Argentina, Bolivia, Honduras); y “dictatorial” (Venezuela, Nicaragua y Cuba). Chávez, Evo Morales, Lula y Rafael Correa fueron protagonistas de la “marea rosa” de gobiernos de izquierda en la década de 2000; hoy, los gobernantes de la “marea rosa” son mucho más heterogéneos: son líderes de izquierda que parecen más dispuestos que en el pasado a desmarcarse de otros en la región. Boric en varias ocasiones, incluyendo en la ONU, ha criticado la represión de disidentes en Cuba y Nicaragua; y cuando afirmó que “Venezuela es una experiencia fracasada”, Maduro ripostó que Boric hacía parte de “una izquierda cobarde”.
Cuba, con más de 64 años aferrándose a un arcaico sistema marxista-leninista, si bien dice ofrecer educación, salud y techo gratuitos, son servicios de una calidad tan precaria que ningún país en su sano juicio quisiera replicar. Venezuela pretendió imitar el modelo cubano, pero al darse cuenta que iba camino al precipicio, adoptó a regañadientes el “dólar” y abrió la economía nuevamente al capitalismo, incluyendo la devolución de los bienes expropiados.
El régimen dictatorial que la cleptómana familia Ortega ha implantado en Nicaragua haría sonrojar de envidia al mismo Kim Jong-un en Corea del Norte. La izquierda argentina (y en menor grado la mexicana y peruana) encajan con aquella definición de Jan d’Ormesson sobre la ineptocracia: “Los menos capaces para gobernar son elegidos por los menos competentes para producir, para recibir sustento en base a los impuestos exigidos a los más competentes”.
Se habla que Gustavo Petro busca liderar la nueva “marea rosa” del continente. El autor de esta nota considera que son tan divergentes los diferentes modelos de izquierda; tan mercuriales los líderes a la siniestra; y tan disímiles los objetivos que tienen, que cualquier intento de unión generaría bastante más calor que energía, y bastante más ruido que movimiento.