Tres imprecisiones y un peligro
HÉCTOR ABAD FACIOLINCE ANUNCIÓ que “hay consenso entre muchos estudiosos en que el decrecimiento más importante para moderar el cambio climático es congelar o reversar el crecimiento de la población”. No hay tal consenso. Por el contrario, hay corrientes críticas de las políticas de control de la población. No se trata de un asunto nuevo, pues el concepto de “superpoblación” se hizo famoso a comienzos del siglo XIX, cuando Thomas Malthus afirmó que la capacidad de la población para crecer es mayor que el poder de la Tierra para proporcionar recursos.
“Uno de los grandes problemas humanos es nuestra manía de tener muchos hijos”, explica Abad. Una vez más, no es tan cierto. Más que el número de personas, lo que nos muestra la historia es que importan la distribución y la capacidad de consumir. “Dios no permita que la India alguna vez se dedique a la industria en la misma forma en que lo hizo Occidente”, afirmó Ghandi. “Si una nación entera de 300 millones se dedicara a una explotación económica similar”, vaticinó, el mundo quedaría desnudo, agotado. Si todas las personas del mundo viviéramos como Estados Unidos, la Tierra podría sustentar solo a 2.000 millones de personas, menos de un tercio de la población mundial actual. Esto es aún más evidente si se tiene en cuenta el consumo histórico de cada país. ¿Debería la gente de Norteamérica exigir que India limite su crecimiento para que los norteamericanos puedan mantener su nivel de vida?
“A la izquierda siempre le han parecido despreciables las políticas de control de la natalidad”, afirma también la columna Abad. En 1979, la República Popular de China (gobernada por el Partido Comunista) instituyó una política radical de planificación familiar que reguló la toma de decisiones reproductivas y ha sido una de las más agresivas en el mundo. La política impuso grandes multas a familias que tuvieran más de un hijo y dio apoyo a aquellas con uno solo. Con el pasar de los años quedaron claros los problemas: se dio, por ejemplo, una gran preferencia por los varones, lo que causó un gran número de abortos selectivos contra las niñas. Llamó la atención también cómo la tasa de natalidad de la región bajó tal y como lo hizo en China, en la medida en que aumentó el nivel de calidad de vida sin que los otros países tuvieran que perseguir a las familias. Y pese al control de la natalidad el impacto ambiental continuó ascendiendo sin parar: menos gente no significa menos consumo. Los países ricos, incluso si son pequeños, consumen más. En esto sí hay consenso.
El peligro, desde Malthus hasta hoy, radica en que este tipo de discursos dirigen la política, la culpa y el control sobre las mujeres. Y no todas las mujeres. Ya Malthus sugirió que los pobres, sobre todo de aquellos países, son malos administradores del tiempo y del dinero, y que son dados a la procreación irracional. Insistió entonces en que el remedio era la restricción moral de las mujeres.
Así, las políticas de población y los esfuerzos de control están cundidos de injusticia contra poblaciones racializadas, con poco margen de maniobra y de menores recursos. La política de control natal impuesta a mediados de los 1970 en la India resultó en campos de esterilización masiva y en la esterilización forzada de algunas aldeas y barrios de menores ingresos y comunidades segregadas. Un caso similar se vivió en Perú, donde más de 270.000 mujeres y 22.000 hombres, la mayoría de ellos provenientes de comunidades indígenas quechua y de familias de menores ingresos, fueron esterilizados entre 1996 y 2001. La mayoría de las mujeres no recibieron atención posoperatoria adecuada y algunas murieron debido a complicaciones.
“Puede sonar cínico, pero no lo es: una manera práctica de que haya menos pobres es que nazcan menos pobres”, escribió hace ocho días Abad.