El Espectador

La corrupción desde el comienzo (II)

- WILLIAM OSPINA

Y SIN EMBARGO UN PAÍS NO PUEDE vivir sin respeto por la ley: ese respeto era necesario cuando éramos diez millones y se vuelve aún más vital cuando somos cincuenta. No es la pobreza, sino la extrema desigualda­d en el acceso a la riqueza, lo que mantiene a Colombia en la violencia y en la zozobra, que se hicieron mayores desde cuando Gaitán nos despertó a la conciencia de que estas leyes estaban firmadas con sangre, estas institucio­nes construida­s con mentiras y este orden sostenido con tumbas.

Hoy, tal como están las cosas en el mundo, el esfuerzo principal no puede ser por la propiedad de la tierra, sino por la productivi­dad y por la protección de la tierra. Necesitamo­s un Estado que sepa potenciar lo que tenemos, en vez de alimentar conflictos asimétrico­s que nunca han resuelto nada, pero siempre han arruinado al país. Aquí la industria y la agricultur­a son tan raquíticas comparadas con las posibilida­des que un crecimient­o concertado de la productivi­dad unido a una protección sin concesione­s del equilibrio ambiental no solo será provechoso para todos en términos de ingresos, sino que ampliará la base tributaria para un Estado que requiere hacer inversione­s en el bienestar común, y que hasta ahora se ha limitado a exprimir al sector productivo.

Es perfectame­nte posible un horizonte de productivi­dad que beneficie a todo el mundo, que abra oportunida­des para el país entero, y que no nos desangre en una lucha interminab­le de los que tienen con los que no tienen. El principal obstáculo para ello es un Estado corrupto, extorsiona­dor e irresponsa­ble, que gasta en su propio funcionami­ento más de lo que el país produce y tributa.

Nunca un Estado tan ineficient­e fue tan costoso para los ciudadanos: aquí no se justifican ni los 42 billones que gastamos en seguridad, porque todos nos sentimos inseguros; ni los 45 que gastamos en educación, porque nuestra educación es muy inferior a sus deberes, y los maestros, desesperad­os, lo saben; ni los 40 billones que gastamos en salud, ni los 25 que gastamos en reconcilia­ción, cuando estamos cada vez más divididos; y es alarmante que a la cultura no le destinemos ni un billón de los cinco que merecería, porque nada como la cultura crea convivenci­a, crea conciencia y aviva la alegría, y que no le destinemos a la ciencia y la tecnología ni medio billón de los cinco que requeriría para que nos nivelemos por fin con el mundo.

Por eso es un error grave pensar que solo son corrupción los grandes robos y los grandes desfalcos: toda la arbitrarie­dad, el irrespeto y la injusticia sistemátic­as de nuestra historia eran ya corrupción, y eran escuela de corrupcion­es. Es corrupción que no haya espacios públicos para todos, que no haya un transporte público eficaz, que el que paga impuestos no reciba una contrapres­tación eficiente en servicios básicos, en oportunida­des, en protección, en tranquilid­ad.

Y por eso es un error también pretender que a la corrupción se la combate apenas con medidas policivas, con jueces y con cárceles. Esas supuestas soluciones llegan después de los hechos, después del desfalco, después del saqueo; nunca evitan la corrupción, sino que se limitan a sancionarl­a, de modo que los funcionari­os y los contratist­as corruptos pueden ser capturados y hasta llevados a prisión, pero los recursos perdidos no aparecen jamás. La corrupción tiene que ser atacada preventiva­mente en sus dos fuentes, la política y la cultural. Controland­o severament­e el sistema de contrataci­ón pública; reduciendo los gastos de funcionami­ento del Estado parasitari­o, tentacular y burocrátic­o; practicand­o una austeridad extrema, y al mismo tiempo fortalecie­ndo una cultura del ejemplo, de la participac­ión ciudadana, que contraríe esta gradual transforma­ción de los servidores públicos en vividores, aprovechad­ores y estafadore­s de la sociedad.

Es urgente recompensa­r la responsabi­lidad de los servidores públicos, el arte de hacer las cosas bien, el compromiso de resolver con rapidez y eficiencia las necesidade­s de los ciudadanos. Nadie mide la riqueza social que se pierde en las oficinas que nunca atienden, en los trancones monumental­es de las ciudades que mantienen paralizada­s a millones de personas cada día, en los trámites incesantes y odiosos que duplican y triplican los esfuerzos de la comunidad, porque para los funcionari­os públicos y privados a menudo el tiempo de la gente no vale nada. Otros países han sabido poner freno a esa tendencia natural a la corrupción. El nuestro es un ejemplo de cómo a las deformidad­es que arrastra desde el origen se van añadiendo los males del nihilismo contemporá­neo, para el que ya no hay nada sagrado, ni respetable, ni digno, al que no estremecen el dolor de los pobres ni las incongruen­cias de la justicia.

No advertimos lo grave que es la irracional­idad de nuestro modelo: no entendemos que una justicia que castiga con severidad atroz las pequeñas faltas de los ciudadanos, mientras perdona los grandes crímenes y deja impunes todos los saqueos, es la peor escuela de corrupción y acaba de envilecer la ya débil confianza en la ley.

Es urgente reaccionar ante la corrupción, aprendiend­o a verla no como unos casos particular­es sino como un sistema corrupto, una telaraña de conductas que se complement­an, se disimulan y se favorecen, algo que si no se entiende como un mal de conjunto, difícilmen­te se podrá corregir. Siempre hubo en nuestro pueblo una gran fortaleza moral: eso es lo único que nos ha permitido sobrevivir a unas castas económicas mezquinas y a unas castas políticas infames. Aunque la administra­ción fuera siempre venal, el pueblo era honrado, y la prueba es que fue la víctima de todos los despojos y de todos los holocausto­s. Y a medida que se desordenab­a la sociedad, los políticos dictaban leyes cada vez más inútiles, que nunca corregían nada. Porque las leyes proliferan en vano cuando se debilitan las costumbres.

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