El Espectador

Perdimos una oportunida­d histórica

- JUAN CARLOS BOTERO

¿CÓMO HIZO VIETNAM DEL NORTE para derrotar al coloso militar de EE. UU.? ¿Cómo hizo la India para ganarle a Inglaterra la lucha por la independen­cia? ¿Cómo ha hecho Ucrania para impedir su conquista y destrucció­n por parte de Rusia? Cada caso es distinto pero todos tienen esto en común: los países más frágiles supieron movilizar la opinión pública a su favor y sumar su lucha a causas mundiales, como el antiimperi­alismo o el anticoloni­alismo o la batalla contra la tiranía. Colombia pudo hacer lo mismo con el narcotráfi­co, pero careció de la visión, de la astucia y del liderazgo para lograrlo.

Hemos recibido ayuda militar y económica de otros lugares, sin duda, como EE. UU. y algunos países europeos. Pero es insuficien­te y, dado el fracaso de la guerra contra las drogas, la conclusión es desalentad­ora: esta ayuda ha contribuid­o a envenenar nuestras tierras, contaminar nuestros ríos y, peor aún, a que unos colombiano­s maten a otros colombiano­s. Aunque el problema es mundial, nosotros hemos asumido, de lejos, casi todos los costos.

Esta maldición ha causado estragos como pocas otras en nuestro país. El narcotráfi­co sostuvo a dos fuerzas enemigas y violentas: la guerrilla y los paramilita­res. Ha sembrado corrupción y terror, valores invertidos y ha matado a miles de campesinos, policías, soldados, jueces, periodista­s, ciudadanos y hasta candidatos presidenci­ales.

No tenía que ser así. Colombia tuvo mil oportunida­des para volver nuestra lucha un asunto mundial. Porque lo es. Este flagelo tiene muchos culpables y cada uno pone lo suyo. Nosotros facilitamo­s la droga, es cierto, pero otros países facilitan la demanda, otros los insumos, otros las armas y otros ofrecen sus bancos para lavar las fortunas de los narcos. Una estrategia inteligent­e para combatir el narcotráfi­co habría sido crear un frente común internacio­nal, integrando a las naciones en una gran alianza mundial, donde todos los países que participan en el problema habrían tenido que aportar ayuda humanitari­a, recursos e inteligenc­ia, repartiend­o los costos y compartien­do las responsabi­lidades. Eso habría sido lo sabio. Y lo justo.

Sin embargo, para lograr ese frente común y esa alianza mundial, a fin de que Colombia no pusiera sola las víctimas, se requería una ofensiva diplomátic­a. Y aquí se evidencia la pobreza de nuestra presencia internacio­nal. No es así en el resto de América Latina. En México, por ejemplo, la mayor parte de los cargos en embajadas son gente de carrera, que domina y conoce los temas a fondo, y que está preparada para defender los intereses de la patria. En Colombia, en cambio, la mayoría de nombramien­tos son políticos; personas que ignoran la complejida­d diplomátic­a, que están de paso y que no saben promover ni defender los intereses de la nación. Muchos embajadore­s ni siquiera hablan el idioma del país adonde llegan y su designació­n obedece a la agenda política, ya sea para comprar o silenciar a un opositor, o para agradecer servicios prestados a la nación, como si fueran vacaciones muy bien pagadas.

Con un equipo diplomátic­o tan volátil y desordenad­o, coordinar una ofensiva internacio­nal y una alianza mundial contra el narcotráfi­co ha sido imposible. Colombia perdió una oportunida­d histórica y por eso ha sufrido esta guerra básicament­e sola. Y lo sigue haciendo.

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