Perdimos una oportunidad histórica
¿CÓMO HIZO VIETNAM DEL NORTE para derrotar al coloso militar de EE. UU.? ¿Cómo hizo la India para ganarle a Inglaterra la lucha por la independencia? ¿Cómo ha hecho Ucrania para impedir su conquista y destrucción por parte de Rusia? Cada caso es distinto pero todos tienen esto en común: los países más frágiles supieron movilizar la opinión pública a su favor y sumar su lucha a causas mundiales, como el antiimperialismo o el anticolonialismo o la batalla contra la tiranía. Colombia pudo hacer lo mismo con el narcotráfico, pero careció de la visión, de la astucia y del liderazgo para lograrlo.
Hemos recibido ayuda militar y económica de otros lugares, sin duda, como EE. UU. y algunos países europeos. Pero es insuficiente y, dado el fracaso de la guerra contra las drogas, la conclusión es desalentadora: esta ayuda ha contribuido a envenenar nuestras tierras, contaminar nuestros ríos y, peor aún, a que unos colombianos maten a otros colombianos. Aunque el problema es mundial, nosotros hemos asumido, de lejos, casi todos los costos.
Esta maldición ha causado estragos como pocas otras en nuestro país. El narcotráfico sostuvo a dos fuerzas enemigas y violentas: la guerrilla y los paramilitares. Ha sembrado corrupción y terror, valores invertidos y ha matado a miles de campesinos, policías, soldados, jueces, periodistas, ciudadanos y hasta candidatos presidenciales.
No tenía que ser así. Colombia tuvo mil oportunidades para volver nuestra lucha un asunto mundial. Porque lo es. Este flagelo tiene muchos culpables y cada uno pone lo suyo. Nosotros facilitamos la droga, es cierto, pero otros países facilitan la demanda, otros los insumos, otros las armas y otros ofrecen sus bancos para lavar las fortunas de los narcos. Una estrategia inteligente para combatir el narcotráfico habría sido crear un frente común internacional, integrando a las naciones en una gran alianza mundial, donde todos los países que participan en el problema habrían tenido que aportar ayuda humanitaria, recursos e inteligencia, repartiendo los costos y compartiendo las responsabilidades. Eso habría sido lo sabio. Y lo justo.
Sin embargo, para lograr ese frente común y esa alianza mundial, a fin de que Colombia no pusiera sola las víctimas, se requería una ofensiva diplomática. Y aquí se evidencia la pobreza de nuestra presencia internacional. No es así en el resto de América Latina. En México, por ejemplo, la mayor parte de los cargos en embajadas son gente de carrera, que domina y conoce los temas a fondo, y que está preparada para defender los intereses de la patria. En Colombia, en cambio, la mayoría de nombramientos son políticos; personas que ignoran la complejidad diplomática, que están de paso y que no saben promover ni defender los intereses de la nación. Muchos embajadores ni siquiera hablan el idioma del país adonde llegan y su designación obedece a la agenda política, ya sea para comprar o silenciar a un opositor, o para agradecer servicios prestados a la nación, como si fueran vacaciones muy bien pagadas.
Con un equipo diplomático tan volátil y desordenado, coordinar una ofensiva internacional y una alianza mundial contra el narcotráfico ha sido imposible. Colombia perdió una oportunidad histórica y por eso ha sufrido esta guerra básicamente sola. Y lo sigue haciendo.