El Espectador

“At yoltok”

- TATIANA ACEVEDO GUERRERO

UN LÍDER, GESTOR DE TASCO (BOYAcá), narra la historia del acueducto comunitari­o Chorro Blanco. “En el 77 nace nuestro acueducto con 32 asociados... se reúnen nuestros papás y nuestros abuelos inician”. Agrega que “en el 80 se compra un cuartico de fanegada del nacimiento, para hacer la fuente de captación”, y “en el 83 se traen ingenieros. En el 85 se hace la construcci­ón del tanque de almacenami­ento. En el 86 vamos a la Cámara de Comercio… y ya en el 95 empezamos a ver todo el tema de minería, las afectacion­es, toda esa vaina”. Eso nos cuenta.

Orgulloso explica cómo en el 2006 “colocamos una acción popular y empezamos las manifestac­iones”. Nos informa también sobre la multitudin­aria audiencia pública ambiental que, en 2011, “sacó la problemáti­ca de Tasco al nivel nacional”. Ese mismo año las cosas se pusieron difíciles. “En represión de que nosotros estamos atacando la minería nos colocan esta bomba en el tanque de las válvulas del tanque de almacenami­ento”, dice, mientras nos muestra la foto de lo que quedó tras la explosión. “Superamos todas estas cosas”, pero “en el 2013 se acaba la minería a pequeña escala y nos llega la multinacio­nal... y nos tocó hacer un movimiento más grande”.

La del acueducto comunitari­o Chorro Blanco es sólo una de cientos de disputas en que vecinos y vecinas tratan de proteger sus fuentes de agua de la minería (en sistemas de páramo), de monocultiv­os (de aguacate, palma de aceite o piña) o de industrias forestales (de eucaliptos y pinos). También se enfrentan los acueductos comunitari­os de sectores más urbanos y densos a los procesos de crecimient­o desigual de la ciudad. A la contaminac­ión que abraza los rellenos sanitarios o a la urbanizaci­ón suntuosa que dispara los precios y se apropia de fuentes de agua. Por último, las organizaci­ones tienen que seguir la regulación nacional que las obliga a bailar en ritmos empresaria­les, para los que no fueron pensadas ni construida­s.

Pese a que estos acueductos comunitari­os le ponen el pecho a la brisa en tantas de las fuentes de agua en el país, son pocos los reconocimi­entos a su trabajo. Este reconocimi­ento debería hacerse sobre todo porque estos grupos de mujeres y hombres, familiares y vecinos se dedican a uno de los oficios más difíciles de todos: la acción colectiva. Es decir, prepararse, conocer la ley, la regulación, el paisaje, ponerse de acuerdo, aunar esfuerzos, horarios, trabajo, tiempo, desenredar las tensiones internas que aparecen en cualquier esfuerzo de varios, esquivar presiones sociales y económicas. Gestoras y gestores iniciales fueron grupos que se resistiero­n al despojo y la falta de servicios. Hoy varios ceden espacio a nuevas generacion­es de primos, sobrinas, hijas que se han entrenado como ingenieros y técnicos para seguir al frente de los acueductos. La gestión comunitari­a del agua es además una forma asociativa que no deja plata y ha sido garante del acceso y suministro del agua bajo preceptos de la economía solidaria. Para estos acueductos no hay junta ni accionista­s. Usan la asamblea como lugar del acuerdo y entienden el agua como bien común.

Pese al subregistr­o, la Red Nacional de Acueductos Comunitari­os afirma que existen alrededor de 30.000 organizaci­ones comunitari­as gestoras del agua. Se han consolidad­o, cada una con su propia cadencia, en las más de 35.000 veredas y barrios populares de Colombia. Desde 2021 los acueductos trabajan en actualizar los contenidos de una ley propia que les permita seguir reunidos alrededor del agua. El agua que los organiza en asambleas, que se defiende colectivam­ente (y por la que se marcha en las calles). El agua entendida como “at yoltok”, que en náhuatl significa “agua viva, agua que siente, agua que tiene corazón”. Esta columna los saluda y acompaña.

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