Lo que nos dejó la cadena perpetua
LA SEMANA PASADA SE DIFUNDIÓ un informe de Medicina Legal sobre el aumento del número de asesinatos de niños, niñas y adolescentes con menos de 14 años en lo transcurrido del 2022. La noticia adquiere especial importancia porque hasta el pasado mes de julio rigió en Colombia la ley que estableció para dichos casos la cadena perpetua. Quienes impulsaron y defendieron su implantación argumentaron que solo a través de sanciones tan elevadas como esa se podría enfrentar de manera exitosa a semejantes criminales y se protegería la vida de los menores.
Estas cifras oficiales revelan algo que se había advertido desde que el tema se comenzó a plantear en Colombia y que se viene repitiendo en el mundo desde el siglo XVIII: no es la gravedad de las penas lo que puede disuadir a un potencial delincuente, sino la certeza sobre su aplicación. En lo que va corrido del 2022 estos homicidios han crecido en un 12,11 % frente al mismo período del 2021; como esos datos incluyen meses en los que la cadena perpetua ya no regía (la Corte la declaró inexequible en mayo de 2022), alguien podría pensar que fue su eliminación la que generó ese incremento. Sin embargo, lo que muestran las estadísticas es que de enero a mayo de 2022, cuando teníamos prevista la cadena perpetua, se produjeron 263 homicidios contra menores, frente a los 222 del mismo período del 2021, cuando esa sanción no existía en Colombia.
Pero la ley no solo tuvo la mala idea de imponer la prisión de por vida, sino que además quedó pésimamente redactada y conserva su vigencia en cuanto a las demás sanciones. Por ejemplo: mientras el artículo que castiga el homicidio de los menores (103A) dice que la pena será de 480 a 600 meses cuando el autor haya cometido múltiples veces esa conducta, la norma que consagra las causales de agravación (104) dice que ella puede ir de 500 a 700 meses de cárcel cuando la persona a quien se causa la muerte es menor de edad. Tal como quedaron confeccionadas estas dos disposiciones legales, quien le quita la vida a un solo niño, niña o adolescente podría ir a prisión hasta por 700 meses, pero quien hace lo mismo en múltiples ocasiones, o valiéndose de tratos crueles, inhumanos o degradantes, o en contextos de violencia de género se expone a un castigo más reducido que no sobrepasaría los 600 meses de privación de la libertad.
Este es un buen ejemplo de las falencias que caracterizan nuestra política criminal y que deberían servirnos para modificarla. Cada vez que una modalidad delictiva aumenta se suelen endurecer las sanciones previstas para esos hechos, lo cual constituye una forma de reacción rápida, barata y que produce una pasajera sensación de tranquilidad en la sociedad. Si la delincuencia no cede, se piensa que el error fue no haber sido suficientemente severos y se propone incrementarlas aún más. Ahora que llevamos la pena de prisión a su límite máximo sin producir los resultados esperados, deberíamos entender que esa no es la solución correcta y que necesitamos orientar nuestros esfuerzos a desarrollar políticas estatales encaminadas a la prevención de esos delitos, en lugar de concentrarnos solamente en su represión.