El Espectador

Asesinato de periodista­s e impunidad

- YOLANDA RUIZ

TODA VIDA CUENTA, TODA MUERTE es una tragedia y más si la arrebata la violencia. Y cuando la víctima es un líder social o un periodista, pierde la sociedad un poco de esperanza, una dosis de futuro y mucho de verdad. El 16 de octubre asesinaron en Montelíban­o (Córdoba) al periodista Rafael Emiro Moreno. Se había pedido que fuera reforzado un esquema de seguridad que tenía asignado, pero el llamado no se atendió y los sicarios lo alcanzaron en la noche.

Desde su medio digital este periodista denunciaba hechos de corrupción y el accionar de grupos ilegales. Su voz, que era fuerte y muy radical, incomodaba a los delincuent­es y lo callaron. El periodismo que ayuda a destapar delitos, que pone en evidencia a los violentos, es un trabajo de riesgo en muchas regiones de Colombia. Este no es el primer asesinato, ni es la primera amenaza que se convierte en realidad. Muchas muertes en Colombia se anuncian, se denuncian y se ejecutan sin que se pueda proteger la vida de los amenazados. En el caso de los periodista­s, después del crimen no suele llegar mucha justicia.

Este asesinato se produce en vísperas del Festival Gabo que celebra el trabajo de los periodista­s en Iberoaméri­ca. Es un punto de encuentro para hablar del oficio, para aprender, para encontrar mejores maneras de narrar y para destacar a los mejores. Rafael Emiro estaba inscrito para participar en un taller sobre periodismo investigat­ivo. Este asesinato cubre con un manto de duelo el evento que debería tener ambiente festivo. Pasa con frecuencia en este gremio. Recuerdo que sesionaba el Congreso de la SIP en Medellín cuando asesinaron a tres colegas del diario El Comercio en la frontera entre Colombia y Ecuador. Esa masacre dolió, generó rabia y nos recordó que ante los violentos el compromiso de quienes quedamos es hacer buen periodismo.

El nombre de Rafael pasa a la lista, demasiado larga, de periodista­s asesinados en este país de tantos muertos que pasan al olvido. “Decir la verdad tiene su costo”, dijo un colega al hablar de las múltiples violencias que se cruzan en las regiones habitadas por la corrupción y los grupos ilegales.

Son tantos los asesinatos de periodista­s en Colombia a lo largo de los años que ya es claro cómo lo hacen y cuándo. “A los periodista­s los matan con frecuencia en medio de un puente”, me dijo un colega que fue dirigente gremial. Con esa estrategia pretenden que la muerte genere menos ruido mediático y se enreden las primeras horas claves de investigac­ión. La impunidad en asesinatos de periodista­s llega al 90 %. Muchos casos no se investigan y aquellos que por lo menos logran una indagación con frecuencia no pasan de los autores materiales.

Para escribir esta columna ingreso en los archivos de la Fundación Para la Libertad de Prensa (FLIP) y busco la lista de periodista­s asesinados. Los nombres puestos en fila conmueven. Miro el primero: Eudoro Galarza Ossa, asesinado en Caldas el 12 de octubre de 1938. A partir de allí siguen, una tras otra, 164 historias de colegas asesinados en el ejercicio de su función.

La FLIP documenta con detalle las vidas perdidas, los años que han transcurri­do, los posibles perpetrado­res entre los que aparecen todos los grupos criminales, el narcotráfi­co, autores desconocid­os y también agentes del Estado. Con cada uno de estos periodista­s asesinados se fue un pedazo de nuestra libertad. Que la mayoría de estos crímenes estén en la impunidad atenta contra la democracia y contra el derecho de los ciudadanos a estar informados. El asesinato de periodista­s, no me canso de repetirlo, no es el problema de un gremio. El asesinato de periodista­s es una inmensa tragedia para toda la sociedad.

ficción

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