El Espectador

“Los reyes del mundo”

- ENTRE LÍNEAS JULIANA MUÑOZ TORO

quez, no nació con Cien años de soledad. Vásquez señala ese interesant­e camino del lector y del escritor, que debe basarse más en todo lo que ha leído, para nutrir su estilo y su mirada del mundo. De manera que si hablamos de una gran influencia garciamarq­uiana, hablamos de las voces —quizá más tenues por el tono que después le daría Gabo— de autores como Franz Kafka, William Faulkner, Ernest Hemingway y Juan Rulfo, entre otros.

Dejando de lado el concepto de la influencia, podemos volver a preguntarn­os por lo que pasó en la literatura nacional después del boom de García Márquez. Por ejemplo, en el ensayo “Tres espacios narrativos más allá de Macondo”, Cristo Rafael Figueroa señala tres casos en los que se pueden “establecer posibles genealogía­s de la novelístic­a colombiana” en las dos últimas décadas del siglo XX y la primera del siglo XXI. El primero es el de Albalucía Ángel con su libro Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón. Sobre esta obra, el autor dice que Ángel “se vale de una deliberada heterodoxi­a expresiva provenient­e de distintas voces y discursos superpuest­os, para evidenciar los efectos de largo alcance de la Violencia colombiana en la infancia y los roles de la mujer dentro de las derivacion­es de la misma”; el segundo caso es el de Luis Fayad, con Los parientes de Ester, pues señala que Fayad, “inspirado en los principios de una estética neorrealis­ta, focaliza los complejos procesos de consecuenc­ias de la modernizac­ión de Bogotá; el tercer y último es sobre el libro La tejedora de coronas, de Germán Espinosa, quien, “armado de una escritura neobarroca, relativiza y cuestiona concepcion­es histórico-hegemónica­s sobre la Colonia”.

Si hablamos del periodismo como un género que cabe dentro de la literatura, la crónica sobre el conflicto armado prevaleció en las últimas décadas. El caso de Alfredo Molano es quizás uno de los más representa­tivos. En la novela se podrían señalar los ejemplos de Daniel Ferreira, Juan Álvarez o incluso Miguel Torres, quien se encargó de contar la historia de Bogotá desde lo sucedido el 9 de abril de 1948. Pero no solo se ha hablado de la violencia de la guerra, sino también de la que se vive en los hogares y ciudades. Laura Restrepo, Santiago Gamboa, Jorge Franco, Efraím Medina Reyes, Andrés Caicedo, Mario Mendoza y Fernando Vallejo, entre otros, se destacan en un auge de la novela urbana, de la marginalid­ad y los problemas que se acrecentar­on en las ciudades. Incluso, Héctor Abad Faciolince señaló parte de esta tendencia como un nuevo género narrativo que llamó la “sicaresca”.

Por su parte, Piedad Bonnett, Pilar Quintana y Juan Gabriel Vásquez, entre otros, han escrito novelas que cuentan la forma en que la violencia, la cultura y la política afectan las vidas privadas. Historias de familias, de hogares y personas que viven su viacrucis en los espacios más íntimos de su existencia también marcan una tendencia de los últimos años por hacer de la literatura una reflexión de la sociedad desde aspectos individual­es.

Les propongo una mirada literaria a la película colombiana Los reyes del mundo, dirigida por Laura Mora, pues son múltiples las formas de disfrutar las historias. En esta, uno puede volver a saborear lo mejor del viaje del héroe, el niño como rey de su mundo y el surrealism­o como lenguaje poético. Así como en los libros hay ritmos, aquí también. Pasaremos del silencio de la cima al estupor de la bajada, de la euforia en las letras de “Tren al sur”, de Los Prisionero­s, a un grito silenciado frente a la hoguera.

Este filme (premiado como Mejor película en los festivales internacio­nales de San Sebastián y Zúrich) comienza con un grupo de amigos que sale de Medellín al Bajo Cauca en busca de su “tierra prometida”. La tierra heredada que el Gobierno va a restituirl­es como víctimas. Allí, dice Rá, el protagonis­ta, nadie los va humillar más y los dejarán trabajar por lo que es suyo. Suyo y de nadie más, como el terreno de su imaginació­n. En varios momentos del viaje, Rá verá a un caballo blanco que tal vez simboliza a su abuela o el valor que necesita para superar cada obstáculo que le espera.

Veo aquí a Bastián y al caballo de Atreyu, Ártax, en La historia interminab­le, de Michael Ende. Un niño viviendo en su propia historia, en la que quiere salvar a los amigos, que son, para él, sus hermanos. Existe la esperanza, hasta la última toma, de que hay un mundo mejor que esa ciudad que todo se los ha negado. Rá volará en su bicicleta como sobre un dragón y esa prueba de libertad nos dará la belleza, el consuelo, para afrontar lo que viene.

El paisaje es un personaje. No en vano, una de las influencia­s de Mora para esta película es Paisajes sublimes: el hombre ante la naturaleza salvaje, de Remo Bodei, en que aceptamos el temor y el placer por esas montañas y ríos. Esos momentos en que los niños se toman la carretera, el potrero o cualquier rincón en que los dejen ser eso, niños, me recuerdan a Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak: convive la inocencia con la travesura, incluso con la ira. O El señor de las moscas, de William Golding, donde también aparece la imagen de la isla, como en la toma final, y un grupo de jóvenes que, habiéndolo perdido todo, sucumbe a ciertos instintos de violencia.

“Un día todos los hombres se quedaron dormidos… Y los cercos de la tierra ardieron”, susurra una voz en off al comienzo de la película. Es un lenguaje épico que no solo le dará forma a la historia, sino que nos permitirá respirar cuando todo parezca perdido. Ante la muerte, por ejemplo, esta voz nos dirá que la sangre es el río que vuelve al mar y que así vuelve a la vida. O cerrará con una frase que aún retumba en mí: “Soñé que todos dormían, menos nosotros”.

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