El enemigo interno
EN RECIENTE INTERVENCIÓN, EL presidente Petro señaló que su Gobierno tenía un enemigo interno, que es “el acumulado de normas (…) para defender intereses particulares poderosos e impedir los cambios en favor de la gente”.
Mirada esta afirmación en su apariencia, parecería que únicamente describe un caso de justificada exasperación. Es simplemente un rechazo a nuestro fetichismo legal. Esa manía de creer que escribiendo preceptos en papel sellado se solucionan los problemas. En un sistema en que un enorme número de personas salen libres simplemente porque los abogados acuden a todo tipo de trucos para impedir la realización oportuna de audiencias, es claro que la irritación tiene fundamento.
Pero bien mirado el lenguaje utilizado, parece que fuera algo más que eso. Expresa un hastío con la ley que, peligrosamente, podría devenir en fatiga con el entramado institucional del Estado de derecho. Una fatiga con el fatigante marco de regulaciones que controlan el poder. Fatigante y fatigado, sí. Pero no se puede olvidar jamás que es el muro de protección contra sistemas personalistas. El otro ángulo de la manifestación presidencial se basa en el afán de la eficiencia. Sí. Quiere soluciones rápidas. Su impaciencia es solo el correlato de la impaciencia de los ciudadanos. Pero si remontamos este camino, nos encontraremos con la disyuntiva de fondo: gobiernos que creen recoger el mensaje directo del pueblo, que pretextan ser los verdaderos voceros de ese pueblo martirizado que abjura de los procedimientos, los incisos y las fastidiosas discusiones jurídicas. Cuidado. Ya Alzate Avendaño, a quien por algo apodaban el Mariscal, desde su mirada mussoliniana, repudiaba que muchos quisieran morir con el alma prendida a un inciso. Pero ocurre que el modesto inciso, bien aplicado, es un instrumento de protección de los derechos. Algún procesalista, que seguramente sería repudiado por casposo y cositero, dijo con acierto: el verdadero hábitat de las garantías esenciales es el procedimiento.
Las mencionadas expresiones comportan el inmenso riesgo de retrotraer la historia. Cuántos césares romanos, cuántos ideólogos europeos de la primera mitad del siglo pasado y hasta nuestra figura cimera, Bolívar, asumieron ser la voz genuina del pueblo. No pocas veces, con el ánimo de construir una línea política basada en una tautología, la tautología del espejo: el caudillo dice representar al pueblo, pero realmente configura un pueblo calcado de su propia imagen y lo dota de su propio discurso. El Bolívar que estudiamos hace años fue expropiado por la izquierda, sin parar mientes en la Constitución boliviana, ni en la exaltación de la dictadura, ni en sus reproches altisonantes a Santander, quien se empeñó en sacar adelante la humilde tarea de construir instituciones y reglas. Santander venía ganando la partida en esta república. Ahora ha caído en desgracia. Sumido en el desprestigio de una legalidad que terminó opacando su legado. Ganemos eficacia, eliminemos tanto tinterillo que a punta de rabulear destruye lo más preciado del derecho, que no es otra cosa que la justicia. Pero que en esa tarea no caigamos en el mesianismo.
Cuánto sirvió esa vapuleada legalidad para la defensa de desafueros que sufrió Petro, en momentos en que atravesaba el desierto de la oposición. No se debe olvidar que la risueña luna de miel actual algún día será pasado. Y esa humilde, asmática y agobiada ley será un antídoto que es mejor preservar.