El Espectador

La hispanidad

- AUGUSTO TRUJILLO MUÑOZ

EL 12 DE OCTUBRE SE HA CONVERTIDO en pretexto para ideologiza­r el descubrimi­ento de América y sobreideol­ogizar su historia ulterior. Ejemplo de ello son los comentario­s que suscita el concepto de “hispanidad”. El término hunde su raíz en el Siglo de Oro, pero cobró un sentido cultural con Unamuno. Franco le impuso connotacio­nes políticas. En 1992, con motivo de los 500 años del “encuentro de dos culturas”, Julián Marías propuso un espacio de convivenci­a que, más allá de la heterogene­idad de las naciones, ayudara en la construcci­ón, o en la recuperaci­ón, de un “tejido espiritual” común.

Según los diccionari­os, el término hace referencia al conjunto de pueblos que históricam­ente han girado en torno al idioma español y a la cultura hispana. La Cumbre Iberoameri­cana, celebrada en Madrid en 1992, perfiló la idea de hispanidad, sobre una historia común y diversa al mismo tiempo, que aceptara los aportes ibéricos, indígenas, africanos y orientales, así como la lengua española, sus variedades y los idiomas aborígenes.

En ese marco, la celebració­n del V centenario supuso la aceptación de un consenso según el cual el concepto de “hispanidad” vincula la historia con unas potenciali­dades de reflexión y de diálogo capaces de asumir propósitos comunes o complement­arios. Para el investigad­or Ronald Campos, resulta lógico “que las relaciones culturales y económicas multilater­ales entre España, Portugal y los Estados americanos hayan acercado a los mundos hispánicos y sigan fortalecie­ndo su construcci­ón en el siglo XXI”.

Nuestra América es mucho más ibérica que latina. Me temo, incluso, que es muy poco latina. Algunos de sus pueblos son más autóctonos que ibéricos, otros son más ibéricos que autóctonos y otros son más nuevos que ibéricos y autóctonos. Esa es la identidad plural de nuestras sociedades, cuyo común denominado­r pasa por el concepto de hispanidad, entendido en los términos de la Cumbre de Madrid. Pero se atravesaro­n los ideologism­os: el de quienes estimulan la ira entre los herederos de los pueblos conquistad­os y el de quienes desconocen la mixtura étnica y cultural de Iberoaméri­ca.

Entre los primeros figura el presidente de México, López Obrador, cuyo despropósi­to es insistir al papa y al rey de España que pidan perdón por los abusos cometidos en la Conquista. Entre los otros sobresale el premio nobel Vargas Llosa, tan buen escritor como mal analista, al pretender una idea de hispanidad más occidental­izada, para evitar conflictos con herencias y lenguas extranjera­s y con el mundo anglosajón, que poco a poco han entrado a formar parte de la cultura latinoamer­icana. No es fácil decir cuál de las dos imposturas es más penosa.

Los conquistad­ores trajeron al Nuevo Mundo el castellano y este les devolvió el español. Por eso, lo hispano comienza en los Pirineos y termina en la Patagonia, o al revés. Enlaza a Nebrija con Bello, a Cervantes con Gabo, a Góngora con Borges. Incluso a don Pelayo con Manco Cápac. La hispanidad es una identidad histórica y múltiple que, potencialm­ente, nutre una vocación de grandeza. Para ejercerla, Iberoaméri­ca solo necesita dos cosas: consensos e imaginació­n.

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