El Espectador

La desesperan­za desesperan­zadora

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Es lamentable tener que percibir el discurso vacío y tantas veces odioso de los colombiano­s. El discurso de las canas y los crespos, el simplón, el que descalific­a al otro porque es joven o porque es pobre. Mejor dicho, como si los que vienen manejando el país hace décadas lo vinieran manejando bien. O como si en Colombia no hubiera 21 millones de pobres. Lo bueno es que toca aguantárse­lo cada cuatro años, porque a eso se limita la actividad política de los ciudadanos en Colombia... ¿o no?

Sin embargo, es difícil; sí, sigue siendo dificultos­o. Es doloroso y por demás desesperan­zador, así parezca incoherent­e con el importacul­ismo que siempre he defendido hay que asumir ante todo estorbo que pretenda frenar el cambio. Porque es esa desesperan­za precisamen­te la que beneficia a los vivos que se treparon allá hace años y se reparten el botín mientras las pelotas andamos acá, ocupadas, en nuestro aislamient­o. Una desesperan­za que ya es parte de nuestra propia identidad y que nosotros mismos nos encargamos de alimentar. “Todos los políticos son ladrones”, “este país ya no tiene arreglo”, y una de mis ideas favoritas, una que expresada en formas infinitas he oído hasta el cansancio y me recordó en marzo de este año una señora firmemente antipetris­ta: la que sostiene que roben, sí, que roben, pero que hagan... A decir verdad, no me acuerdo ni de cómo la formuló esa vez, eso ya a estas alturas ni lo advierto. Lo que me sorprendió fue la vehemencia y el convencimi­ento con que expresó su pensamient­o. Estaba conquistad­a, absolutame­nte convencida. Ah, bueno, ella y las otras 20 personas que, dicho sea de paso, con mucha impetuosid­ad, casi que violentame­nte, expresaban en esa resistente habitación sus opiniones de cara a ese acontecimi­ento cuatrienal para elegir presidente que despierta lo peor de nosotros. Insulto para acá, insulto para allá. Seriedad, la justa.

Sí, es desesperan­zador. Es desesperan­zadora la desesperan­za que convencida manifiesta la señora en la expresión de su pensamient­o. Así como lo es tener que oír ese discurso insustanci­al y vacío. El del agravio, el del chisme, el insípido. Pero es esa desesperan­za exactament­e la que me incita a escribir esta desusada crítica, no a los políticos sino a los propios colombiano­s. Una crítica al discurso alejado de las ideas y a esa desesperan­za perniciosa que a veces me arropa y que nos tiene sumidos en esta realidad tan desafortun­ada. No lo hago en aras de fortalecer la naturaleza autodestru­ctiva que identifica a este país, sino con el motivo de propiciar una discusión que nos ayude a sentirnos dueños y soberanos. Una que nos haga crecer y nos permita enttender que esto es de nosotros y que de nosotros depende el cambio. ¿Será que es posible? Santiago Montoya.

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