El Estado de derecho y la democracia
EL ESTADO DE DERECHO Y LA DEMOcracia van de la mano y se complementan. Por esto, no es casual que el artículo 1 de la Constitución de 1991 defina a Colombia como un Estado social de derecho y enumere las condiciones que debe cumplir. Una de estas es que el Estado sea democrático.
El Índice de Estado de Derecho 2022 del World Justice Project (Proyecto Mundial de Justicia), publicado esta semana, arroja resultados muy preocupantes: por ejemplo, dicho índice declinó en el 61 % de los 140 países analizados, los gobiernos autoritarios aumentaron, las violaciones a los derechos fundamentales no dan tregua, la corrupción va en aumento y continúa poniendo en riesgo la democracia, la separación y el equilibrio de poderes se están debilitando, la justicia civil y criminal con frecuencia no actúa con independencia de los gobiernos, los partidos políticos, parlamentos o actores criminales.
Colombia ocupa el puesto 91 en la medición global y el 21 entre los 32 países de América Latina y el Caribe. Sus indicadores más preocupantes tienen que ver con el orden y la seguridad (128); el funcionamiento, la efectividad e independencia de la justicia criminal (119) y civil (88), la corrupción (103), el respeto a derechos fundamentales (88), y restricciones y control al gobierno (72). Por el contrario, el mejor puntaje corresponde al gobierno abierto (36).
Estos indicadores no deben pasar desapercibidos; por el contrario, deben ser objeto de la atención y búsqueda del Estado, la sociedad civil, el sector privado y los ciudadanos, y exigen medidas, políticas, acciones y soluciones para proteger el Estado de derecho y fortalecerlo. En este contexto, preocupan algunas actuaciones y declaraciones de servidores públicos que cuestionan la legitimidad del marco constitucional y legal que nos rige y la institucionalidad que garantiza su cumplimiento. Uno de estos fundamentos es la independencia de los poderes. Por ejemplo, uno de los artículos del proyecto de
los reforma política que se está discutiendo en el Congreso establece que los congresistas pueden renunciar para ocupar cargos en el Gobierno —una práctica usual en los regímenes parlamentarios—, lo cual abre compuertas a un intercambio de favores entre el Legislativo y el Ejecutivo, es decir, hacer nombramientos a cambio de apoyo a los proyectos del gobierno de turno y, de paso, debilitar el control político que el primero debe ejercer sobre el segundo.
Otro fundamento es la complementariedad y el balance que se debe dar entre la democracia representativa y la participativa. La primera se sustenta en el derecho de los ciudadanos de ser elegidos y elegir libremente a sus representantes en el gobierno, y la segunda, en el derecho de participar en la toma de decisiones políticas y sobre los temas que los afectan de acuerdo con normas, mecanismos y alcances establecidos. Sin esta participación la democracia se debilita, pero nunca puede sustituir las facultades y los derechos que la representación les confiere a los elegidos y a quienes los eligen. Como lo demuestran casos de otros países, esto alimenta el populismo y el caudillismo.