Sobrevive la vida
COMO MILES DE BOGOTANOS EL FIN de semana pasado, hui de la ciudad en busca de un par de rayos de sol. Muchos de nosotros terminamos en Honda (Tolima), un municipio construido hace ya bastantes años en la ribera del río Magdalena. El último día del puente un par de amigos y yo almorzamos en un restaurante local a las orillas del río. La magia y el gran atractivo de este tipo de lugares es precisamente compartir espacio y tiempo con esa potencia viva. Llegamos al sitio y el Magdalena se mostró como un torrente de agua caudaloso que baja imponente por su cauce. Su presencia es fuerte, indómita. Y no por ello menos bella. A pesar de lo agreste, después de un rato la sensación de calma circunda todo el lugar.
A los ríos de nuestro país se les ha impuesto la condición de cementerios fluviales, los cuerpos de los colombianos y las colombianas han sido arrojados a estas cunas de vida que atraviesan la tierra. Su potencia ha sido utilizada para transportar cadáveres que se llevan consigo las historias de sus muertes, las evidencias materiales de sus crímenes y muchas veces la posibilidad de ser encontrados. Parte de nuestra memoria está en esos afluentes cuya existencia en el mundo se originaba para el milagro. Aún no entendemos como colectivo la magnitud de las heridas que han tenido que sufrir los ecosistemas colombianos a causa de nuestra vocación violenta.
Viajar por Colombia es enfrentarse a esta realidad, pero es también constatar que aunque la vida se ha visto manchada por décadas, ha seguido girando sobre su propio eje. Detrás de la desconfianza con los extraños, el Magdalena alberga la ternura de quien a pesar del dolor aún comparte con generosidad todo lo que tiene para dar. Los pájaros y los pescadores se abrazan al río, son amigos y de ahí reciben alimento; los peces aún nadan en esas aguas. Y a nosotros, los foráneos, nos da la posibilidad de ser arrullados por una historia común que duele pero que revitaliza la esperanza.