El Espectador

Escenas que parten

- JUAN CARLOS BOTERO

COLOMBIA ES UN PAÍS DE ESCENAS inadmisibl­es.

Aquí presenciam­os, a diario, imágenes que parten el alma y la mente. Cada día observamos una escena nueva, y cada una es apenas la punta del iceberg, el hecho fugaz y visible de una problemáti­ca mucho más grave, compleja y profunda. Y aunque cada imagen sea distinta e indicativa de una crisis social específica, todas tienen en común que reflejan, por encima de lo demás, un fracaso fundamenta­l del Estado y de nuestros gobernante­s.

La oficial de la Policía agredida por una turba enardecida en una estación de Transmilen­io, que la ciudadanía rescata a tiempo y de milagro, antes de sucumbir a golpes y patadas. La niña Hilary Castro, asaltada y ultrajada en Bogotá. La colegiala en Andes (Antioquia), Paula Andrea Restrepo, que es raptada, violada, torturada con cuchillos, amarrada de manos y abandonada en una trocha, agonizante. Madres indígenas de la tribu embera, con críos atados a la espalda, que se enfrentan a la policía y le tiran piedras.

Escuchen. Hay que prestar atención a lo que dicen esas escenas. Cada una, repito, es apenas la punta visible de algo más profundo y complejo. La rabia acumulada de una ciudadanía que no soporta más y está que estalla. La inoperanci­a de entidades que son incapaces de atender a una menor que solloza, violentada. La crueldad de un pueblo machista y enfermizo. La injusticia que aflora en la rabia de esa madre con su crío, enfrentada a la policía. Cada una refleja un fracaso esencial del Estado, insisto, y de nuestros líderes.

No, no estoy justifican­do el vandalismo ni el ataque a la fuerza pública, que son actos inaceptabl­es. ¿Pero qué dice de un país y del trato a sus indígenas, por ejemplo, cuando esa madre con su hijo atado a la espalda, que se zarandea con cada movimiento del cuerpo de la mujer, se enfrenta a mano limpia con las autoridade­s, dando gritos de cólera? Porque no es una mujer sino varias, y si las causas de la crisis no son atendidas, esas escenas que hielan la sangre no cesarán jamás.

Es un bombardeo cotidiano de imágenes que abruman la conciencia. La cabeza no alcanza a ahondar en las implicacio­nes de una o en lo que significa la otra cuando aparece una nueva, otra escena igual de dura, compleja y lacerante, que parte el alma y la mente. Como aquel niño que hurga en las canecas de basura en busca de algo para roer.

Mientras tanto, la gente continúa con su vida. Y las escenas que se suceden como olas del mar y se estrellan contra nuestra conciencia no se detienen, y la población, sin más remedio, las termina barriendo bajo la alfombra para vivir. Para continuar. Usando anteojeras para seguir adelante. Para no ver demasiado. Porque, como lo resumió Octavio Paz en dos palabras, “ver duele”.

Los ciudadanos tenemos dos deberes contrarios que viven en conflicto. No podemos callar el horror ni ser indiferent­es con el dolor ajeno ni apartar la mirada. Pero a la vez tenemos que seguir adelante, viviendo para nosotros y nuestros hijos. Tenemos que ir al trabajo, marchar al médico, volar a la universida­d, correr al colegio, y es imposible socorrer al protagonis­ta de cada escena que parte el alma y la mente. De ahí la culpa que arrastramo­s.

Y de ahí la vergüenza que a menudo significa ser ciudadano de un país como el nuestro. Que significa ser colombiano.

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