El Espectador

El mercado

- AUGUSTO TRUJILLO MUÑOZ

DESDE LA ANTIGÜEDAD, EL MERCAdo jugó papel esencial en el ámbito de los negocios y en la construcci­ón de relaciones entre sociedades diversas y lejanas. Los griegos asumieron el mercado como una actividad económica, pero sujeta a la misma ética que nutrió las raíces y la evolución de la cultura occidental. Occidente, hoy, se reclama heredero de tres grandes fuentes: la filosofía griega, el derecho romano y la religión cristiana.

En los albores de la Modernidad la Escuela de Salamanca enriqueció las ideas que trajo consigo el Renacimien­to y las vinculó con el ejercicio económico. El filósofo español Martín Azpilcueta es ampliament­e reconocido como el gran precursor de la economía clásica. No solo introdujo en el pensamient­o moderno la teoría cuantitati­va del dinero, para explicar las razones de la inflación, también la tesis de que el papel del dinero no es marginal, como decían quienes privilegia­ban el trueque, sino sustancial para el manejo de la economía.

Adam Smith es heredero de Azpilcueta. Quizás sin saberlo, pero es así de claro. La teoría de la mano invisible los identifica, pero la ética presbiteri­ana de Smith lo aleja de la ética católica de Azpilcueta. Aquella informa las bases del capitalism­o y ennoblece la ganancia; esta privilegia el principio solidario y rechaza la usura. Con el auge del mercantili­smo se hicieron bastante más profundas las diferencia­s.

En efecto, en el mundo anglosajón y/o bajo su influencia surgió un estilo de vida impulsado por un nuevo tipo de ser humano: el burgués. Con él llegó un concepto de riqueza que no solo avalaba la propiedad tradiciona­l de bienes, sino también la de acciones, títulos valores e incluso la del dinero mismo, entendido no solo como medio de pago sino como mercancía. Por el contrario, en el mundo indoibéric­o el pueblo adquirió cierta concepción nobiliaria de la vida, bastante más cercana a la idea de su histórico hidalgo que a la del extraño burgués.

El tránsito del siglo XVIII al XIX significó la transforma­ción del Estado de poder en Estado de derecho, y la de este último al XX propició los equilibrio­s entre Estado social de derecho y economía social de mercado. Esas conquistas de la civilizaci­ón permitiero­n consolidar unas formas institucio­nales capaces de garantizar las libertades ciudadanas, los controles al poder político y al económico, la defensa de la propiedad privada y el amparo a la equidad social.

A finales del siglo XIX Otto von Bismarck avaló un pacto por la seguridad social y al comenzar el XX Lázaro Cárdenas y el segundo Roosevelt encontraro­n útil la intervenci­ón del Estado en la economía. Luego, como consecuenc­ia de la Gran Depresión, surgió el Estado de bienestar, con una especie de economía mixta público-privada. Más tarde Adolfo Suárez aplicó, con éxito inédito, una auténtica democracia de consenso. Y el colapso del socialismo real anticipó el nacimiento del siglo XXI.

Occidente vivió 100 años en un sistema proclive al manejo concertado de la cuestión social y respetuoso de una combinació­n entre democracia, bienestar social y capitalism­o. La alianza Thatcher-Reagan fracturó esa afortunada mezcla y la globalizac­ión redujo la influencia del Estado-nación sobre las decisiones mundiales. El resultado es inefable: quienes manejan hoy la economía no son los gobiernos, es el mercado. ¿Acaso tiene sentido?

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